Nazario, en la terraza de su vivienda en la Plaza Real de Barcelona
Nazario, en la terraza de su vivienda en la Plaza Real de Barcelona - Inés Baucells
ARTE

Nazario: «Soy un exhibicionista por naturaleza»

Ha sido uno de los personajes más irreverentes de la Barcelona «underground» de los años setenta y ochenta y ahora publica la primera parte de sus memorias

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Madrid se ha levantado hoy tonto y no muestra su mejor cara. Les hablo del día de las oleadas de lluvia de barro que se sucedieron a lo largo de una de las últimas jornadas de julio como plagas biblícas contemporáneas. El cielo no mostraba ese azul (solo) propio de aquí, pero, aún así, Nazario tenía abierta de par en par la ventana de su hotel, desde donde oteaba la ciudad. Como hace en su casa, en Barcelona, la que mira a la Plaza Real. Y como ha hecho en « La vida cotidiana del dibujante “underground”» (Anagrama), primera parte de sus memorias, en las que este histórico ilustrador da fe de buena parte de su trayectoria y en la que pulula toda clase de fauna –conocidos de todos como Mariscal, Lou Reed, Ocaña o Almodóvar– hasta sujetos anónimos para nosotros (Camilo, Ana Seró, Alejandro, ¿cómo no?...), protagonistas de esta historia que su autor ofrece con voz descarnada y sincera.

–¿Por qué unas memorias y por qué ahora?

–Algún día tenía que ser. Mi última exposición coincidió con el inicio de la crisis. De pronto me vengo abajo con mi estilo, lo que se une al cierre de las galerías Sen y Castellví que me representaban, lo que me llevó a replantearme el futuro. Entonces me di cuenta de que no tenía página web. Empecé a recopilar información para ella, que me obligó a escribir una especie de guion biográfico por años. Al acabar, me percaté de que ya tenía un buen trabajo adelantado si quería poner en marcha una autobiografía de verdad. Tiré de los diarios que conservaba y de la memoria de conocidos, como ya había hecho con el libro « La Barcelona de los 70 vista por Nazario y sus amigos».

–Una de las cosas que resultan más curiosas es que comienzan cuando usted tenía 30 años. ¿No pasó nada antes?

–Estuve unos tres años escribiendo. Me salieron unas dos mil páginas, algo impublicable. Pero ahí sí que se recorría desde mi infancia hasta el cambio de milenio. La idea es ir sacando los contenidos por bloques, empezando por el momento en el que llego a Barcelona hasta más o menos las Olimpiadas de 1992.

–Mencionó «La Barcelona de los 70». De hecho, en este libro reproduce algunos pasajes.

–Por ejemplo, la vida de uno de los personajes, Camilo, a quien estaba dedicado el libro, de igual forma que este se lo dedico a Alejandro, mi amigo [Así es cómo Nazario se refiere a la pareja sentimental que le ha acompañado toda la vida]. Camilo fue muy importante, ya que representa a ese tipo de figuras que llegan a Barcelona para triunfar y no lo logran. Yo las llamo «estrellas fugaces». Como me había salido tan bien su semblanza, reescribirla parecía absurdo.

–¿Es más fácil dibujar o escribir? ¿Con cuál de las dos técnicas es más descarnado? Porque el libro no se caracteriza porque se muerda la lengua...

Anarcoma era libertario y trasgresor, y me sirvió para relatar ese mundo «canalla» de Barcelona que me seducía

–Si me hubiera mordido la lengua habría resultado fatal, sobre todo con mi historial. A lo que se suma que soy exhibicionista por naturaleza. No me importa contar estas intimidades porque, para mí, no lo son. Son vivencias. Para mí una relación sexual no tiene más trascendencia. ¡Hombre! Sí que es cierto que no es lo mismo hacérselo con el que va a ser Papa del Palmar de Troya que con un tipo que te encuentras una noche...

–Insisto, ¿qué es más difícil?

–Tal y como soy yo, cualquier cosa. Estuve ocho años intentando tocar la guitarra y no lo conseguí. Además no me conformaba con tocar un poquito, sino que quería ser Diego del Gastor. Con el cómic, también me puse metas que, con mi educación pictórica, que era ninguna, no estaba preparado. Y con la escritura, pues tengo que decir que siempre me ha gustado leer, y por eso sé cuando abro un libro si a la tercera página este tipo me interesa o no. Sé cómo se ha de escribir, cómo ha de exponerse algo de forma concisa, pero con cierto barroquismo sin querer emular a Azorín.

–Y le viene de lejos. Se refirió antes a sus diarios, que vuelca también aquí en determinados momentos. ¿Qué lectura hace de lo que plasmó –y como lo plasmó– hace 40 años?

–Desempolvar los diarios me llevó a observar que su escritura era fresca, muy espontánea, llenos de información inconexa... Su inmediatez me sedujo. Pero ese cruce de tiempos es curioso, porque se solapa con otros. Por ejemplo, yo escribí el libro con Alejandro vivo, pero lo he revisado tras su fallecimiento, lo que ha hecho que no pueda evitar hacer referencias a su muerte. Aunque no quería centrarme en el presente. Además, mi actitud no ha sido nostálgica, sino la que tomas cuando escribes un libro de Historia.

–Uno de sus personajes fundamentales es Anarcoma. ¿Cuánto había ya de autobiográfico y cuánto de ficción en él?

Tengo varios novios: cada uno tiene ojos diferentes, una forma de acariciar diferente, y en la variedad se aprecia mejor la diferencia

–En « El Víbora», cada uno de sus autores quiso reflejar su vida, que era heterosexual. Por eso yo quise plasmar la mía, homosexual, desde un personaje que pudiera luego recuperar. Sin embargo, un homosexual, en mi opinión, no iba a poder englobar todo lo que quería contar; una mujer tampoco, porque no lo soy... Entonces se me ocurrió esta travesti, este hombre-mujer. El hecho de que fuera detective era extravagante, pero ya denunciaba que no tenía por qué ser alguien que se dedicara a la prostitución por su naturaleza. Fusionaba los conceptos «anarquía» y «carcoma». Era libertario y transgresor, y me sirvió para relatar ese mundo «canalla» de Barcelona y que me seducía. Se acercaba al Genet de «Diario de un ladrón», aunque más pragmático y realista.

–Sobresalen dos personas en esta obra. La primera es Ocaña. Confesando usted que era irremediablemente tímido, que encontrara tal fascinación en su persona es llamativo.

–Alejandro y yo siempre comentábamos que no existen las medias naranjas: están también los medios limones, las medias peras y los medios aguacates. Y dos mitades de la misma fruta no suelen congeniar. Ocaña no necesitaba ninguna droga porque tenía una energía desbordante. Siempre dije que fue más un animal de escenarios que un artista pintor. Y yo era tímido, tenía que emborracharme. Él me arrastraba para que lo acompañara.

–El otro es Alejandro. Reconoce que no era persona ni de confesiones, ni grandes conversaciones. Le doy la oportunidad de decirle algo que se calló y que tampoco escribió.

–No hace falta. Incluso al final de su vida ya tuve ocasión de decirle cualquier cosa que no le hubiera contado. Él era muy hermético. Pero, de repente, recordaba tres meses después algo que le había molestado. Siendo sincero, creo que no me quedó nada por decirle. Cuando le conocí, le invité a compartir conmigo su vida. Él vivía en Sevilla, con su novia, su estatus, su casa alquilada. Aceptó. No tenía dinero y compartíamos lo que había. La relación con Alejandro fue de un desprendimiento total por parte de ambos. Le enrolló estudiar jardinería y lo hizo, hasta que se cansó. Entonces le dio por el árabe, porque siempre le daba por cosas inútiles. Las obras que hizo con papel maché o barro eran un encanto, pero le llevaban tiempo y no daban ni para vivir un mes. Pero era su entretenimiento, y a mí me gustaba que así fuera.

–Conoció el movimiento «underground» barcelonés y también la Movida madrileña. ¿Eran comparables?

–No tenían nada que ver. Ceesepe, Ouka Lele, el Hortelano, estuvieron viviendo en Barcelona, pero en los ochenta se fueron a Madrid. Pero la Movida, y esto es algo que denostan los que participaron en ella, se limitó a la música, a unas actuaciones en el Rockola y otros lugares míticos, y por todo lo alto. Para los de allí se trataba más de un pasarlo bien cada noche.

–Le toca elegir de nuevo: ¿Comuna de la calle Comerç o casa de la Plaza Real, en la que todavía vive?

Mi actitud no ha sido nostálgica, sino la que tomas cuando escribes un libro de Historia

–Mi vida siempre se ha desarrollado a caballo entre dos situaciones: Sevilla y Barcelona, mis amigos heterosexuales y los homosexuales... Yo en Comercio era el único gay de la comuna. Y allí fue donde conocí a Ocaña y comienza mi dicotomía entre la gente del mundo del arte de Comercio, y el estudio que el propio Ocaña tenía en la Plaza Real, donde están sus chulos, donde está Camilo. Yo miraba lo uno y lo otro y me sentía tan a gusto. El primero que quedó libre, con una ventana a la Plaza Real, es el que me quedé. A esa casa está dedicado el final del libro, en el que cuento los avatares de la misma hasta que la rehabilito.

–¿Quedan hoy bajos fondos que ilustrar?

–El cambio ha sido radical. No creo que pueda volver una realidad como la que vivimos, y tampoco me apetecería. Y desde las Olimpiadas, los cambios han sido abismales en Barcelona, que comenzó a agrisarse a medida que Madrid iba adquiriendo su brillo. Mientras, en Cataluña nos aplanábamos con Pujol y esa especie de mediocridad de botiguers. En esas estamos, además de invadidos por el turismo.

–Sabemos a quién están dedicadas estas memorias, pero, ¿a quién están «dirigidas»?

–No me gusta dirigir nada de lo que hago a nadie. Yo he lanzado el libro y a ver ahora quién lo recoge. Quizás para algunos hablo en él demasiado de sexo. Pero es que mi vida está rodeada de sexo. De hecho, el título conjunto de todos los volúmenes iba a ser «Un pacto con el placer». Soy hedonista y me gusta mirar, tocar, acariciar, como me gusta comer. Por eso tengo varios novios: porque cada uno tiene unos ojos diferentes, una forma de acariciar diferente, y en la variedad se alaba mejor la diferencia.

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