«Piscina» es una de las fotos que Doisneau realizó en Palm Springs en 1960
«Piscina» es una de las fotos que Doisneau realizó en Palm Springs en 1960 - ©Atelier Robert Doisneau, 2016
ARTE

Doisneau, deseos documentales

Doisneau no documentó la realidad. Tampoco lo pretendió: la recreó y la inventó. La Fundación Canal, en Madrid, nos redescubre a un autor más polifacético de lo que creíamos

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«Amable» sería un piropo envenenado para muchos fotógrafos. No lo fue nunca para Robert Doisneau y él mismo lo dijo: «El mundo que intentaba mostrar era un mundo en el que yo me sentiría bien, en el que la gente sería amable y en el que encontraría la ternura que deseo recibir. Mis fotos eran como una prueba de que ese mundo puede existir».

Y cuando no existía, había que inventarlo. Al final de una guerra devastadora, la necesidad personal de Doisneau coincidía con una ansiedad colectiva: de los parisinos, de los franceses, del mundo entero. Había que olvidar deprisa las atrocidades, la ocupación deshonrosa, el colaboracionismo, el Velódromo de Invierno, el bigote cerúleo de Pétain. Todo el planeta, en realidad, necesitaba que París volviera a ser la capital del amor pobre pero honrado, de los acordeonistas callejeros, de los colegiales traviesos haciendo pellas y saltando charcos, de las bodas de barrio ingenuas y las porteras haciendo croché.

Su foto más famosa, ese beso ante el Ayuntamiento que todos podríamos (y un poco, ay, querríamos) reproducir de memoria, nace justo de esa misma necesidad: un encargo de la revista «Life» para que Doisneau demostrara con fotos a sus lectores que siempre les quedaría París.

Forzar el encuadre

Y Doisneau no tuvo inconveniente en contratar a unos actores para escenificar la espontaneidad de una imagen callejera que quizá las calles de París no facilitaban tan a la primera. La foto le ganó décadas de fama y al final los disgustos de un pleito inoportuno sobre derechos de imagen que no empañó a esas alturas la leyenda. La historia hace pensar mucho sobre la relación de la fotografía con la «verdad» y los «hechos»: esa escurridiza noción con la que el medio ha pretendido a menudo una relación privilegiada. ¿Es de «verdad» ese beso más posado que robado? La pregunta quizá está mal planteada, y puede que sea más interesante preguntarse en su lugar por qué tanta gente, durante tanto tiempo, enarbolando tantos pósters y postales, ha querido en todo el mundo que lo sea.

Pasó lo mismo con el cine francés de posguerra:las fotos de Doisneau tienen más que ver con el optimismo y la ligereza obstinadas de Sacha Guitry o de Pagnol que con las feas verdades sobre el colaboracionismo de « El cuervo», de Clouzot, o las películas descarnadas de René Clement. Su Francia es la Francia de Tati, si antes quitamos a Tati toda su mordacidad encubierta, toda la amargura que encubren sus gags aparentemente inocentes.

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