Los Rolling Stones, que se alojaron en la «suite» del hotel Willard de Washington D. C.
Los Rolling Stones, que se alojaron en la «suite» del hotel Willard de Washington D. C. - abc
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Washington D. C.

En su viaje por Estados Unidos, Manuel Vilas llega a la capital. Un paseo a la sombra del presidente Lincoln y a través de la «suite» del hotel Willard, de la Biblioteca del Congreso, de Walt Whitman y de Scott Fitzgerald

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El escritor Frank G. Slaughter nació en Washington D. C., pero parece que nadie se acuerda de él. Le robó la fama Martin Luther King, que fue quien dijo aquello de «I Have a Dream» al pie de la celebérrima estatua de Abraham Lincoln. Washington D. C. tiene dos fantasmas: Lincoln y la democracia. A Abraham Lincoln le descerrajaron un tiro en la cabeza en el teatro Ford, que aún se conserva en pie. La estatua de Lincoln transmite una monumentalidad hierática, lejana. Quiero decir que no puedes subirte a la estatua y hacerte una foto al lado de Lincoln. No es una estatua interactiva. La ves y, una vez vista, te largas.

Washington D. C. no es una ciudad grande, tiene los mismos habitantes que Sevilla.

Y tiene una piscina descomunal llamada Lincoln Memorial Reflecting Pool, en la que no te puedes bañar y nadar un rato. Es una piscina diseñada para que en sus aguas se refleje la gravedad de la democracia americana. Un mausoleo acuático de carácter fúnebre, una piscina interminable: cuando has caminado hasta la mitad, te entra hambre, sueño y ganas de estar en tu casa viendo la tele.

Todo lo que rodea a Lincoln es fúnebre. El rostro de Lincoln ya era tristón en vida. Y creo que Lincoln trae mala suerte. Se la trajo a Martin Luther King, que más que un sueño, tuvo una pesadilla, y se la trajo a Richard Nixon. Al lado de Lincoln, no se te ocurra decir nada memorable o seguro que te pegan un tiro.

Los libros parece como que ya no importan. Pero cuidado: la literatura sí

Lo mejor que puedes hacer en Washington es alojarte en una suite del hotel Willard. El mundo se divide entre quienes pueden alojarse en una suite del Willard y quienes no pueden hacerlo. Allí durmieron los Rolling Stones. Hay fotos de famosos en el lobby del hotel, famosos que se hospedaron aquí como Tom Cruise o Plácido Domingo. Lola Flores también se alojó en el Willard, pero no tiene foto.

Las fotos del lobby del Willard conforman un canon de la celebridad que debería ser estudiado en las universidades. Hay una suite famosa que cuesta cinco mil dólares la noche. Pero no tiene mucho sentido que alguien que se permite una suite de cinco mil dólares comparta la puerta de entrada del hotel y el lobby y el ascensor con un huésped que se paga una habitación de doscientos cincuenta dólares, que también las hay en el Willard.

No basta con que tu habitación sea más grande si tienes que compartir el ascensor con un tipo que ha pagado veinte veces menos que tú. Le pregunto por este asunto a un recepcionista del Willard y me aclara un misterio teológico del capitalismo VIP: hay una entrada y un ascensor para huéspedes especiales. El mundo es cómico. De la profundidad de esa comedia solo puede dar cuenta la literatura. Gracias a la profundidad de esa comedia comemos algunos escritores.

Whitman leía, como un Lorca con barba, poemas a los soldados heridos

En la Biblioteca del Congreso duermen millones de libros. Todo escritor español, o francés, o chino, eso da igual, que pisaba esa Biblioteca quería comprobar si estaban allí sus libros, pero eso era antes, hace mucho tiempo; ahora ya da pereza hacer cosas así, ahora ya da pereza todo porque todo es inútil y ocioso. De modo que esos treinta millones de libros son como treinta millones de rinocerontes caídos en combate. Los libros parece como que ya no importan demasiado. Pero cuidado: la literatura sí sigue importando. No son la misma cosa.

La que sí está muy viva es la poesía de Walt Whitman. El autor de Canto a mí mismo vivió en Washington. En la actual Galería Nacional de Retratos estuvo anteriormente la oficina de Estados Unidos de Patentes (US Patent Office), donde Walt Whitman trabajó algún tiempo. Ese edificio, durante la entretenida Guerra Civil americana, se transformó en barracón y hospital, y allí Whitman leía, como un Lorca con barba, poemas a los soldados heridos. Según la leyenda, muchos soldados se dejaban herir en el frente para que Whitman les leyera poemas mientras le tiraban de la barba con las manos ensangrentadas y le decían: «¡Oh capitán, mi capitán, me muero!»

A unas quince millas de Washington D. C. –en la llamada zona de los suburbios–, en la Iglesia Católica de Santa María, en un pequeño jardincito adyacente a esa iglesia, en un lugar llamado Rockville, está la tumba de Francis Scott Fitzgerald y de su esposa, Zelda, y también la tumba de «Scottie», la única hija de la desdichada pareja. Los tres juntos de nuevo. Nunca estuvieron tan juntos como ahora. La familia unida. Rezo un Walk on The Wild Side al pie de la tumba del mejor novelista de su tiempo y una lágrima verde resbala por mi mejilla.

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