Alberto González Lapuente

El don de la sordera

Alberto González Lapuente
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Fue la música para Umberto Eco un punto de partida. Lo contó en el prólogo de «Obra abierta» recordando su trabajo entre 1958 y 1959 en la RAI de Milán, dos pisos por debajo del estudio de fonología musical que dirigía Luciano Berio: un silbar de frecuencias, ruido de ondas cuadradas y sonidos blancos. Surgió pronto una relación ampliada a Maderna, a Boulez, a Pousseur, a Stockhausen… y materializada en el experimento sonoro titulado «Omaggio a Joyce», especie de transmisión radiofónica, sinfonía de voces y cinta magnética sobre la cualidad onomatopéyica del lenguaje. Como siempre, la teoría llevó a la práctica, la estética a la experimentación.

Desde entonces, defendió la música electrónica por su capacidad para construir materia, inventar sonidos en cada uno de sus detalles, abrirse a posibilidades infinitas, induciendo al artista, también en pleno siglo XXI, a asumir la necesidad de proponer algo original y propio.

Así debe ser a pesar de que la larga agonía del arte frente a la ciencia lleve a pensar sobre las posibilidades actuales de generar algo bello/feo artístico frente a lo natural; en definitiva, de facilitar satisfacción espiritual.

La que proporcionó Eco surge en las novelas, con la música acotando el espacio, desde «El nombre de la rosa» a «La isla del día antes» contaminada por las obras de flautista ciego Jacob van Eyck. Y sin duda en análisis más inmediatos. En «Apocalípticos e integrados» vio a la canción de consumo como inducción ideológica de la sociedad de masas, dedicada a reiterar el cliché, el estilo y el mensaje. Tiempo después volvió a preguntarlo al hablar de quienes roban música con el ordenador, van a la discoteca no para degustar sino para aturdirse y absorber ruido. «Claro que en el tren, el auricular lo llevan también muchos adultos embrutecidos, incapaces de leer el periódico o de mirar el paisaje. Con la música vivimos como en un baño amniótico: ¿cómo recuperar el don de la sordera?»

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