Ángela Figuera Aymerich
Ángela Figuera Aymerich - ABC
DOMINGOS CON HISTORIA

Ángela Figuera Aymerich, amor rabioso a España

Las palabras de la escritora bilbaína fueron, sobre todo, de una dolorosa reconciliación, de una voluntad de superarnos como pueblo que ha de vivir en paz y en libertad

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Fue en el cruce entre los años cincuenta y sesenta cuando Ángela Figuera Aymerich encontró el punto de ebullición lírica que la caracteriza. Fue en «Belleza cruel» (1958), editada en México, huyendo de la censura franquista, y prologada por León Felipe, y en «Toco la tierra. Letanías» (1962), donde la bilbaína fuerte y tierna encontró lo que cualquier escritor busca con desigual fortuna, y lo que es sustancia decisiva de la poesía: un tono, un aire propio, una identidad verbal, desde luego. Pero también Ángela Figuera descubrió algo que es menos definible, o que quizás no puede expresarse con una sola palabra satisfactoria. Tiene que ver con la cercanía a las cosas pronunciadas, con la rotunda sinceridad, con la honesta rendición de cuentas de cada verso.

Por ello la poesía de Figuera, a flor de tierra, no acepta la mera autenticidad como excusa, ni carta de presentación, ni criterio valorativo.

Ese es un prejuicio que ha provocado la deleznable intoxicación de un abundante número de lectores para quienes la distinción entre prosa y lírica reside en que la primera inventa una ficción y la segunda debe poner en verso los sentimientos íntimos del autor. Es una lamentable forma de ver las cosas que ha estado a punto de dejar en coma el prestigio de un género venerable y que nos ha obsequiado con miles de libros y millones de versos en los que demasiada gente ha considerado oportuno soliviantarnos con su falta de discreción, su patetismo exhibicionista y su cursilería desvergonzada.

La función de la lírica

Un mal poeta nunca puede ser sincero, porque lo que caracteriza su insolvencia es no saber expresarse con la suficiente calidad para darse a conocer. Pero, además, no es esa la función de la lírica. Quien escoge esta vía sagrada de expresión es porque no puede escribir de otro modo sobre asuntos que quedarían en silencio. No es la autenticidad sin más lo que trae consigo la poesía. Es la fuerza para hacer de la realidad personal una experiencia poética que los lectores logran compartir. Esto puede alcanzarse con un lenguaje sencillo, llano, sin rebuscamientos sintácticos, como el de Ángela Figuera, pero nunca con un ejercicio verbal simple. Puede conseguirse con una lírica imaginativa, oscura, de difícil acceso, pero nunca con un hermetismo sin significado.

El verdadero poeta no es el que desea comunicar algo a los demás, sino el que empieza por querer conectarse con lo esencial del hombre y del mundo. No es el que relata un sentimiento, sino el que trata de adquirir una verdad. Solo puede hacerlo pronunciándola, intentando decirla, sorteando obstáculos del idioma, del ritmo, de las imágenes. El auténtico poeta explora a solas, penetra a solas en el fondo del aire. Trata de comprenderse a sí mismo, de buscar la permanencia en la fugacidad, de hallar la eternidad en una vida sometida al tiempo y a la extinción, de preservar una zona verbal donde se abre paso, a tientas, nuestra relación con el alma invisible, pero no inefable, del hombre y su destino.

El hombre concreto

Y es el hombre de carne y hueso, el hombre concreto, el fruto de una España saqueada por una inmensa tragedia nacional, el que aparece en la poesía de Angela Figuera Aymerich, cuyo hijo Juan Ramón nació en medio de un bombardeo «con salvas como los reyes», escribirá. Honda y espléndida poesía, porque su sinceridad y su desgarro no son un pretexto, sino una evidencia cálida, agua viva, tierra amarga, cuerpo abierto de una patria cuya existencia vibra al pronunciarse. Poesía de una exigencia dolorosa, salvaje, que desea encontrar en la aspereza de las palabras, en la rabia de los versos, una realidad más palpable. Palabras de reproche a la patria amada, palabras de esperanza, palabras que buscan como gestos en el vacío el rostro de España, palabras que recuestan su voz en el vientre de España, palabras que empuñan como manos cerradas el nombre de España.

Palabras, sobre todo, de una dolorosa reconciliación, de una voluntad de superarnos como pueblo que ha de vivir en paz y en libertad. A sabiendas de lo que Ángela Figuera sufrió en su vida -los vencedores de la guerra le quitaron su plaza de profesora y hasta su título universitario-, este compromiso con el perdón y la refundación de una España que integrara a todos en un proyecto y una historia comunes merece nuestra lectura conmovida: «Pasad sobre las ruinas. Olvidadnos / sí , muertos, enterramos nuestros muertos. / Sed sanos, libres, justos y tenaces. / Labrad, edificad, haced España. / España en paz y gracia de trabajo».

Erradicar el odio

Lo que proponía Figuera, al concluir la segunda década de la posguerra, era erradicar el odio y agarrarse al vuelo de una patria tantas veces asfixiada por el desorden moral y la violencia: «Con los ojos cerrados, / con los puños cerrados, con la boca / cerrada, España, canto tu belleza. / Y con la pluma ardiendo y con la pluma / loca de amor rabioso canto y firmo». Su palabra clara, su mensaje directo, su caudal de emoción sacuden hoy nuestra desorientada conciencia nacional y nos cautivan por la vehemencia de su irrefrenable amor a su patria herida: «Porque eres bella, España y te me mueres / porque eres mía, España , y no te absuelvo / del mal de España, canto tu belleza / … clavándome la lengua entre los dientes / porque no quiero blasfemar tu nombre».

En el lenguaje duro y limpio de los poetas vascos, de sus contemporáneos Blas de Otero y Gabriel Celaya, los versos de Figuera Aymerich llegaban hasta el corazón de esas tinieblas donde yacía la esperanza de nuestra redención como ciudadanos y patriotas libres: «A ti llamamos / los huérfanos de ti en tu propia entraña, / los que a diario te aman y te sufren, / los que te llevan, ácida, en la sangre, / los que sus huesos sueldan con tus huesos / y no saben salvarte y balbucean / “que Dios te salve” por si Dios escucha».

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