Londres, escenario de La tienda de antigüedades
Londres, escenario de La tienda de antigüedades
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La mirada sucia

«Leer actualmente a Dickens, su prosa limpia y radical, es un acto de una rebeldía absoluta, un reto para uno mismo como lector y como persona»

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La tienda de antigüedades, de Charles Dickens, comienza con una niña perdida que pide ayuda a un señor mayor al que le gusta pasear de noche. ¿Por qué tiene esa afición? ¿Qué anda buscando entre las sombras de la noche? ¿Acaso topar por casualidad con una niña desvalida? «¿Estás sola?», le pregunta el señor. Sin duda, pretende averiguar si su próxima víctima está totalmente indefensa y él libre de testigos para llevar a cabo sus malignos fines. «Ven», le dice él a la niña. «Te llevaré hasta tu casa». Y hasta su casa la lleva, cogidos de la mano.

¿Por qué sospeché de este hombre, de caminar lento y soñador, que lo único que hace es ayudar a una niña perdida a volver a su casa? ¿Por qué uno está tan resabiado y tiene la mirada tan sucia? Y esta mirada sucia, ¿nace en mí o me la han contagiado desde fuera?

Anatole France tildaba a Dickens de ser un exaltado absurdo, pues si veía que un borracho le pegaba a una prostituta de la calle se excitaba y le parecía algo bárbaro que clamaba al cielo. ¿Y ver un acto así no es para indignarse y clamar al cielo? ¿Debemos quedarnos impasibles al ver acciones semejantes? Esta última pregunta sobra, por obvia: la normalidad ante hechos así que postulaba France domina nuestro día a día.

Y Chesterton, en su libro sobre Charles Dickens, escribió que «el hombre vulgar, en el sentido de humildad o bajeza, se convierte de sopetón en el hombre común, en el sentido del hombre universal: habla, y atestigua su humanidad. No hay idea tan mezquina, entre todas las modernas, como la de creer que el heroísmo constituye una anomalía o una extravagancia, y que las cosas que nos unen son únicamente bajas y mezquinas. Las cosas comunes son terribles o súbitas; la muerte, por ejemplo, y, antes todo, el amor; las cosas comunes no son lugares comunes».

La inagotable genialidad de Dickens residía precisamente en esto, en lograr ver la extravagancia y la riqueza de lo simple, de lo vulgar, de todas esas cosas cotidianas y comunes que no logramos ver al tenerlas tan cerca y que, por lo tanto, terminan por pasar desapercibidas, ya que nadie se detiene a contemplarlas por su mismo carácter banal e insignificante.

Al hilo de todas estas consideraciones, no es difícil imaginar que, en cualquier otra novela actual que comenzara como La tienda de antigüedades, ese hombre no habría llevado a la niña a su casa, sino que la habría secuestrado, violado, matado y descuartizado antes de tirar sus restos al Támesis. Todo por el bien del interés de la novela, y para desahogar el autor, de paso, su mente sucia y saciar las mentes morbosas e igualmente sucias de sus lectores. Porque ¿qué puede haber de interesante, misterioso o morboso, en que un hombre ayude a una niña a volver a su casa? Y, sin embargo, precisamente por nuestra corrompida manera de pensar, atenazada por el miedo, la cobardía y la mezquindad, la desinteresada ayuda que el amable señor le presta a la niña es un acto de una originalidad pasmosa. Esto no puede ser así, pensamos. Cuando deberíamos pensar: esto debería ser así. Por eso, leer actualmente a Dickens, su prosa limpia y radical (y tanto más realista es cuanto más radical se nos muestra) es un acto de una rebeldía absoluta, un reto para uno mismo como lector y como persona, un reencontrarse con aquellas sensaciones que perdimos, nos dejamos arrebatar o nos hicieron perder.

Dickens es ese buen señor, amante de la noche, que nos tiende la mano cuando más perdidos e indefensos nos sentimos para guiarnos hasta nuestro hogar.

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