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Autorretrato de infancia

«El huevo se resignó finalmente a colocarse en su sitio pero a mí me quedó como recuerdo cierta propensión indómita al escapismo»

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Nací en Toledo en 1982 (un 30 de abril). De pequeño fui un niño de ojos muy vivos y despiertos, grandes (mi madre siempre me decía que tenía ojos de dibujos animados japoneses), a quien la gente, los vecinos, confundían con una niña. Mi tía le aconsejaba a mi madre que no me dejara tan largo el pelo y a mí que me sacara la potota cuando alguien me dijera «¡Ay qué niña más bonita». Según mi madre, nunca me meé en la cama, como les pasa a muchos otros niños (sobre todo a los asesinos en serie), no quería ver el chupete ni en pintura (teta, teta, teta), y no paraba quieto, siempre iba de un lado a otro, braceando mucho, hablando solo, atareado en mil cosas que sólo a mí parecían importarme.

Mi hermana, por su parte, dice que una vez, sospechando yo que los mamporros de la tele eran de pega, le propuse que me pegara un puñetazo. Me puse muy tieso delante de ella, aquí, dije, señalándome la cara, y mi hermana me pegó tal puñetazo que me tumbó en el suelo. De este modo aprendí que hay puñetazos que son de verdad, sobre todo los que le atizan a uno.

Así como las mujeres honradas no tienen historia, las infancias felices tampoco la tienen, de manera que supongo que mi infancia fue feliz, es decir, normal. Dentro de esa normalidad, sólo recuerdo las cosas anómalas, algunas buenas, viajes, regalos, y la mayoría malas, como cuando estaba enfermo: la varicela, la acetona, el meter extrañas tiras de papel en la orina para ver si había subido o bajado, los malditos supositorios, el sabor de todos y cada uno de los jarabes, la fiebre tan alta que hacía que, en no pocas ocasiones, mi madre me metiera en la bañera con agua fría, o esas siestas de verano en que tenía que ir al ambulatorio, una vez a la semana, con todo el chicharrero, a que un practicante con cara de asesino me pusiera inyecciones de placenta para bajarme un huevo cabrón que se escurría hacia el pubis y me desaparecía cuando le daba la gana como por arte de birlibirloque. El huevo se resignó finalmente a colocarse en su sitio pero a mí me quedó como recuerdo cierta propensión indómita al escapismo, como se demostraría años después, cuando cierta mañana, en el trayecto del colegio hasta el centro médico de Esquivias, me escabullí del grupo y eché a correr por una callejuela hasta mi casa para que no me vacunaran, o cuando me escaqueé al tener que hacerme la foto para la orla del bachillerato; el único de mi promoción que no aparece en la orla soy yo.

Uno de mis primeros recuerdos es el de mi hermana, en el patio, gritando como loca al verme con media cara ensangrentada, sin llorar. Había estado trasteando entre la leña apilada en un rincón y se conoce que me di un buen coscorrón contra algún leño. De aquel incidente conservo una pequeña cicatriz cerca de la sien izquierda. Otro día mamé de una gata (la Gata Madre) que acababa de parir y estaba amamantando a sus hijitos. Le cogí una teta, apreté un poco, vi que salía leche y empecé a succionar. Intuyendo que no había hecho algo bueno, se lo confesé a mi hermana sin confesárselo, preguntándole simplemente qué le pasaba a uno si mamaba de la teta de una gata. Mi hermana me dijo, muy tajante: «Que le entra el sida y se muere». Pasé las siguientes semanas angustiado, esperando que me llegara la muerte de un momento a otro. Antes de eso, cuando aún necesitaba ayuda para bañarme, recuerdo como si me los diera hoy los restregones fuertes de mi madre en la bañera, diciéndome que me echara para atrás el pellejito para lavarme bien esa parte, que si no me iba a salir fimosis, me decía. Yo no sabía lo que era la fimosis, pero imaginaba que nada bueno, así que me echaba el pellejito para atrás con más miedo que otra cosa, ya que pensaba que de tanto echarme el pellejito para atrás aquella bolita que parecía una canica podría salir rodando y perderse en el agua espumosa y cualquiera luego la encontraba para volver a ponerla en su sitio.

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