Bale gesticula durante un partido del Real Madrid
Bale gesticula durante un partido del Real Madrid - AFP

Gareth Bale, una polémica sin fundamento

El galés está en los números de su mejor año en Inglaterra y además muestra visos de adaptación «cultural»

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Aunque ver a Bale desenvolverse en el extremo derecho despierta una sensación de incomodidad, como si jugara plegado (parece un sofá cama rinconero), como un Pau Gasol bailando un foxtrot, su situación en el campo no es mero capricho. En realidad, responde a la evolución del jugador. Podría parecer una consecuencia del coleccionismo florentinista, pero lo cierto es que (además) es una culminación natural de su juego.

El primer recuerdo de Bale que tienen muchos aficionados es el de la noche de San Siro contra el Inter. Llegando desde atrás destrozó la carrera deportiva de Maicon, que ya no volvió a salir en ninguna portada veraniega como futurible. El «Taxi for Maicon» quedó como un cántico en White Hart Lane.

Fue Harry Redknapp, entrenador suyo en el Tottenham, el que comenzó a alterar su posición en el campo para transformar al lateral en medio. Pero a diferencia de Roberto Carlos, que sin espacios se consumió en el Inter, Bale se adaptó y siguió mejorando. Fue la prueba de que había madera para algo más que un lateral.

Tras Redknapp, Vilas-Boas volvió a modificar su posición. Lo fue centrando y el jugador respondió: de 0'29 goles por partidos pasó a 0'59.

Fue en esa temporada cuando Vilas-Boas comenzó a hacerle partir de la derecha. En determinados partidos, a medida que los rivales obstaculizaban su juego e interponían futbolistas en su camino a la portería, el galés se fue moviendo hacia la banda derecha en busca de espacios. Parecía la migración de un ave zancuda. Efectivamente, las ocasiones y los goles llegaron. Se inventaba otro flanco para cuando bloqueasen su salida natural.

Es decir, que hay dos momentos en su evolución: Bale demuestra ser demasiado bueno (demasiado, sin más) para el lateral y sube a la media. Después, con Vilas-Boas y su 4-3-3, el jugador comienza a pisar la banda derecha como un refugio para ganarse espacios. Ahí, justo ahí, es cuando rompe a goleador.

La alternativa romántica y efectista (odio al fútbol moderno, se dice en estos casos) sería conservarlo en el lateral. Mantenerlo como un Roberto Carlos que marcara menos, asistiera y se redujera al juego de llegada. Un largo lateral de los mejores noventa. Un Maldini, un Branco mucho mejor. Nos permitiría volver a disfrutar de ese Bale desbordante con fondo de Carros de Fuego que parecía correr portando un testigo. La irrupción del inmaculado atleta británico.

Pero Bale había demostrado ya un potencial que convertía esa opción en puro derroche. Un desperdicio.

Porque en Bale hay algo de florecimiento tardío que se resume en la definición que de él diera Ferguson: «Era un jugador de metro ochenta, desgarbado y flacucho que de repente parecía un peso semipesado».

Esa media de 0'59 goles por partido es la que ha mantenido en España, Un 0'52, algo menos. Probablemente por el efecto contrapuesto de dos correcciones. De un lado, el mayor caudal de juego madridista; por contra, la obligación de compartir espacios reducidos con defensas cerradas. Pero ese 0'50, no lo olvidemos, fue la media de Raúl.

En el Madrid, Bale está en números muy cercanos a su año de explosión con Vilas-Boas, año en el que fue la estrella de la Premier. No ha habido, objetivamente, una merma estadística en su juego.

Pero además es que ha mejorado sus asistencias y ha influido decisivamente en las finales. Añadamos que de los tres delanteros del Madrid él es, por facultades o rango, el que debe sacrificarse en ese ocasional 4-4-2 de acordeón. Se vislumbra otra razón para el optimismo porque pese al fútbol algo mostrenco del galés, torpe de espaldas, hasta ensimismado, durante el año pasado y en momentos como la segunda parte ante la Real Sociedad, el jugador demostró capacidad para el juego en corto y hasta para el primer toque. A los automatismos de Benzema, Bale ha respondido con similar rapidez mental.

Y debe introducirse aquí otro aspecto (o pongámonos estupendos, ¡digamos coeficiente!) para la mejor valoración y entendimiento de Bale: su condición de británico.

Además de la dificultad de adaptación propia del anglosajón, resumida a la perfección en el «Por fin vuelvo a la civilización» de Gascoigne cuando dejó Roma para fichar por el Rangers, el futbolista británico tiene adicionales dificultades para el juego combinativo. Sólo un prodigio del «pass and move» como Macca se adaptó bien. El futbolista que viene de la Premier queda impar, suelto, con un individualismo que parece excentricidad mal resuelta. Aislado, aunque suene a chiste. Fuera de ambiente. Por eso la progresiva adaptación de Bale al juego enlazado de los Isco, Benzema y compañía es muy sorprendente.

El análisis, por tanto, es positivo sin necesidad de recurrir a la épica velocípeda de la final de Mestalla. Bale está en los números de su mejor año en Inglaterra, no ha habido regresión y además muestra visos de adaptación cultural -y por cultura entiéndase aquí, pedantescamente, la cosa del fútbol-.

Le falta quizás a Bale romper a hablar español cual Doña Croqueta. Y dar más entrevistas. Sin elocuencia se es poco en España, la verdad, aunque a los ingleses el español no les queda del todo bien. Las conjugaciones verbales españolas les hacen parecer seres vacilantes. El futbolista, de cualquier modo, se ha esforzado. En una reciente entrevista al Telegraph dio muestras de avance: «Si tuviera que empezar por una tapa lo haría por el jamón. En realidad, estoy un poco obsesionado con el jamón. Me lo haría enviar a Inglaterra si regresara. Hay un gran restaurante, el Txistu, donde van famosos y futbolistas. Por allí podríamos empezar». ¿Que no está adaptado, dicen?

Observando el debut de otros jugadores madridistas, o los números del primer Neymar o del primer Suárez, no hay mucho motivo para la queja. Los pitos que recibe el galés, en realidad, quizás tengan que ver con otra cosa. Son esos silbidos del Bernabéu que son como pitidos de tráfico, como bocinazos en el semáforo. Silbidos de impaciencia, más que de crítica. Ese pitido apremiante que quizás sea el último casticismo que le queda al Bernabéu y que parece querer decir: -¡Arranca ya, hombre!

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