PROVINCIA

«El ruido y la cantidad de estímulos del mundo amenazan con silenciar la llamada divina»

En el Monasterio del Espíritu Santo, en El Puerto, conviven en silencio y oración cinco mexicanas, seis africanas, una colombiana y cuatro españolas, que sostienen la vida del convento entre rezos, trabajo y servicio a los más necesitados

La resistencia de 'la llamada': las últimas monjas de Cádiz que se resisten al ocaso de las vocaciones

Una de las hermanas del Monasterio del Espíritu Santo. FRANCIS JIMÉNEZ

El pasado viernes amaneció con una lluvia ligera sobre los muros del Monasterio del Espíritu Santo. Eran las nueve de la mañana y la piedra húmeda reflejaba una claridad discreta, serena. Al abrirse el portón de la iglesia, la hermana María recibió a LA VOZ, cuya presencia calmada y acogedora marcaba en seguida el tránsito desde el exterior -con su ruido, su prisa y su caos cotidiano- hacia el interior silencioso del convento.

Para quienes entrábamos por primera vez la sensación era casi física. El mundo quedaba atrás de golpe. Dentro, el aire estaba impregnado del olor a azúcar y almendra que llegaba del obrador y que parecía anunciar un ambiente de vida tranquila y ordenada. Las dieciséis hermanas trabajan ya sin descanso en los primeros hornos de la campaña navideña de dulces, que comienza a tomar forma estos días.

Atravesar la iglesia era entrar en un territorio distinto. Pausado. Al fondo del conjunto conventual se encuentra el coro, un espacio donde la comunidad se reúne diaramente para rezar por la humanidad, el más importante -como indicó la hermana Maria- y donde la luz entra con prudencia y la historia se acumula en cada retablo, cada cuadro y cada grieta del muro. Allí se reúne la comunidad formada por estas mujeres de procedencias diversas. México, Kenia, Colombia y España. La diversidad cultural y lingüística, lejos de ser una dificultad, se ha convertido con los años en una forma de fortaleza para esta vida contemplativa que exige, ante todo, paciencia, silencio y escucha.

Entre ellas destaca la figura de la hermana Rocío. Llegó desde Sevilla siendo apenas una muchacha y ya cuenta con ocho décadas. Y más de cuarenta años entre estos muros. Su memoria, clara y serena, conserva el pulso lento y constante del monasterio a lo largo del tiempo. Gracias a su lucidez, el presente se trenza con el pasado sin esfuerzo.

Las religiosas explican su día a día en el monasterio. FRANCIS JIMÉNEZ

Espiritualidad inspirada por Beato Guido de Montpellier

La comunidad del Espíritu Santo hunde sus raíces en la espiritualidad inspirada por el Beato Guido de Montpellier. Este fundador, reconocido por su carisma particular, recibió la gracia de ver en cada necesitado el rostro de Cristo crucificado y doliente. Esa forma de mirar, profundamente compasiva, sigue siendo hoy la base de la identidad del monasterio, como relató Rocío.

La mañana continuaba en el monasterio con su ritmo quieto, sosegado, y este periódico, testigo silencioso, escuchaba los testimonios de cinco hermanas que, una a una, compartían su experiencia de vida contemplativa. La quietud seguía reinando en cada rincón, como un hilo invisible que unía las estancias y marcaba el paso del tiempo.

Estas monjas de clausura, consagradas de manera especial al Espíritu Santo, dedican su vida a la oración persistente y transformada en alabanza. Su vocación incluye una entrega cotidiana por las almas que consideran más necesitadas de la gracia divina. Desde el torno, ese punto de contacto entre clausura y mundo, ofrecen alimento corporal a quienes más lo necesitan y, en muchas ocasiones, una palabra o un gesto que se convierte en alimento espiritual para quienes llegan con una necesidad menos visible. «A algunos se les ve la mirada de amor -confiesa Guadalupe-. Ahí también está Dios», añade, recordando que incluso en los gestos más sencillos se percibe la presencia divina.

Ritmos que ordenan la vida

La vida en el convento se organiza siguiendo una pauta estricta que las hermanas describen más como un sostén que como un límite. El día comienza a las seis y media de la mañana y se estructura en una secuencia fija de oración, trabajo y estudio. Siete rezos distribuyen el tiempo y marcan la jornada con regularidad, ofreciendo un ritmo que da sentido y dirección a cada actividad. La religiosa Rocío, con la serenidad que da una vida entera en clausura, comenta con una sonrisa tímida: «A veces sentimos que nos faltan horas en el día. Hay tanto que atender... Los rezos, el trabajo, la atención a quienes llaman a nuestra puerta. Nunca alcanza el tiempo para todo lo que quisiéramos ofrecer al Señor y a los demás». Y, quizá, es aquí donde encuentro una similitud con la «jungla» de ahí fuera. La sensación constante de querer tener más tiempo.

El obrador ocupa buena parte de la mañana. Allí se elaboran los dulces que han dado fama al monasterio: pastas, bizcochos, pequeños bocados que son fruto de una mezcla exacta de repetición, paciencia y tradición. Ese trabajo, sencillo en apariencia, se convierte en un gesto espiritual. Un oficio hecho con manos silenciosas que no dejan de rezar aunque estén amasando. Cada galleta, cada dulce, parece contener un poco de esa dedicación profunda y del tiempo compartido entre lo humano y lo divino, un tiempo que, como reitera Rocío, siempre parece demasiado breve frente a la entrega diaria de estas mujeres.

Junto a la labor del obrador, el monasterio mantiene una atención constante a quienes llaman a la puerta en busca de comida o ayuda. No se trata de un gesto extraordinario, sino del reflejo cotidiano de una vocación que guía cada acción. Alimentar al necesitado forma parte de su identidad y de la herencia del fundador. Las hermanas recuerdan con claridad la temporada del Covid. Un tiempo de incertidumbre y miedo, pero también de grandes muestras de generosidad. «Durante aquellos meses se demostró una gran bonhomía en la gente -recuerda Rocío-. La entrega y la solidaridad fueron enormes. Nos sentimos muy orgullosas del trabajo que pudimos ofrecer a la sociedad. Entre tanto mal, también hubo mucho bien, y eso nos dio fuerza para continuar».

Tres imágenes de las hermanas que han recibido a LA VOZ para relatarnos sus historias. FRANCIS JIMÉNEZ

Una convivencia que se teje en silencio

La convivencia entre hermanas de culturas tan distintas no está exenta de matices, pero encuentra equilibrio en el ritmo pausado de la vida contemplativa. Cada una aporta su acento, su modo de moverse y su forma de comprender el mundo. Y, aún así, todo termina encajando en un mismo marco. El de la oración, el trabajo compartido y la discreción que exige la clausura. Con el tiempo, la diversidad deja de percibirse como diferencia y pasa a convertirse en todo aquello que le da forma y color a la comunidad.

Entre ellas, también se percibe la frescura de quienes han llegado recientemente. Es es el caso de Esther, de 23 años, que apenas lleva dos meses en el monasterio. Viene de Kenia. Su español todavía es limitado, pero cada palabra se entiende con facilidad, y sus gestos transmiten una sinceridad inmediata. Confiesa que durante mucho tiempo desoía «la llamada», hasta que un día sintió que no podía ignorarla. Le sorprende el frío intenso del invierno español, tan distinto del calor de su tierra natal. Va envuelta en un poncho grueso y comenta con un hilo de humor que apenas siente alguna parte de su cuerpo. Las hermanas, con ternura, la arropan y la guían para que se acostumbre, enseñándole que, aquí, la protección y el cuidado forman parte de la vida diaria, tanto como la oración y el trabajo compartido.

Mónica, también originaria de Kenia, lleva dieciséis años en el monasterio y ha encontrado en esta vida un ritmo y una estabilidad que definen su existencia. A sus 46 años, habla con precisión sobre la importancia de la oración diaria y del trabajo compartido. Para ella, cada jornada es un equilibrio entre silencio y acción, entre dedicación a Dios y cuidado de los demás. La constancia de estos años le ha dado una lucidez serena que se refleja en sus gestos y en la manera en que guía a las más jóvenes, siempre con paciencia y discreción.

Guadalupe, mexicana de 36 años, lleva catorce en la clausura y encarna la entrega cotidiana a la comunidad y a quienes llaman al torno en busca de ayuda. Su mirada refleja tanto la ternura como la fuerza que se necesita para sostener la vida del convento. «El amor puede estar en todas partes. Ahí también está Dios», comenta mientras recuerda a quienes han recibido alimento y consuelo a través de su trabajo. Para Guadalupe, cada gesto sencillo, desde preparar un dulce hasta atender a un necesitado, es una oportunidad de acercarse a la presencia divina y de mantener vivo el legado del fundador.

La llamada que se debilita

En las reflexiones que surgen alrededor de la falta de vocaciones, el conjunto de monjas de clausura coincide en un diagnóstico que se repite en muchos lugares de vida contemplativa. El mundo, aseguran, vive saturado de estímulos, de urgencias, de distracciones inmediatas. La conexión permanente ha reducido el espacio interior disponible para cualquier forma de silencio verdadero. Y sin ese silencio, se debilita la posibilidad de escuchar cualquier llamada profunda, religiosa o no.

La comunidad observa este fenómeno con serenidad, sin nostalgia exagerada, pero con la conciencia de que es un cambio de época. A juicio de la hermana Rocío, la caída de la natalidad también tiene que ver. «Si cada vez se tienen menos hijos, hay menos posibilidad de que haya vocación», argumenta.

A medida que se acercaba el mediodía, la luz del sol se filtraba suavemente por los ventanales del monasterio. Cada hermana retomaba su rutina. Los rezos, el trabajo en el obrador, la limpieza de los espacios comunes y las pequeñas tareas que estructuran la vida cotidiana. Todo se realiza con una precisión pausada, donde cada gesto, por sencillo que parezca, tiene un sentido. El aroma de los dulces recién horneados, que sube desde el obrador, se mezcla con la quietud del convento, recordando que aquí existe un ritmo distinto.

La conversación de la mañana, que había acompañado nuestra presencia, cerraba con una reflexión compartida entre las hermanas. En un mundo saturado de estímulos, muchas personas pierden la capacidad de percibir 'la llamada' de Dios como antes. Sin embargo, la hermana Mónica introdujo un matiz de esperanza que resonó en la sala capitular «Se están creando muchos grupos de jóvenes que viven la fe de otra manera -comentaba con una sonrisa tranquila-. No está todo perdido. La vida de Dios puede manifestarse de formas distintas, y eso también tiene valor». Por último, quisieron agradecer a la madre superiora, Candelaria, por haber permitido que esta historia se cuente en estas líneas.

Las hermanas Esther, María, Guadalupe y Mónica. FRANCIS JIMÉNEZ

Mientras nos despedíamos, todo parecía parecía sencillo, pero contiene una intensidad que solo quienes la viven pueden comprender. El monasterio del Espíritu Santo sigue siendo un refugio donde la oración, la disciplina y la dedicación diaria se entrelazan, recordando que, aunque el mundo exterior corra demasiado deprisa, todavía existen espacios donde la escucha, la contemplación y la entrega permanecen posibles. En ese pequeño universo, la vida encuentra su ritmo propio, y la fe, aunque transformada, sigue viva, intacta y llena de sentido.

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