PROVINCIA
La resistencia de 'la llamada': las últimas monjas de Cádiz que se resisten al ocaso de las vocaciones
En la capital gaditana solo quedan 16 religiosas de clausura, mientras que sumando las de los colegios la cifra alcanza las 188, mostrando el «dramático» descenso
«El ruido y la cantidad de estímulos del mundo amenazan con silenciar la llamada divina»
Una de las hermanas del convento del Espíritu Santo recibiendo a LA VOZ.
A raíz del reciente estreno de 'Los domingos', la película que ha devuelto al centro de la conversación la vida en los conventos y del nuevo disco de Rosalía -donde la espiritualidad, la fe y la búsqueda interior ocupan un lugar inesperadamente protagonista-, se ha reabierto un debate que parecía dormido. ¿Qué queda de las monjas de clausura en los monasterios gaditanos? ¿Qué papel tienen hoy esas mujeres que han hecho del silencio una forma de vida, en un mundo que corre, grita y produce sin descanso?
Pues bien, el tema no es menor. Durante siglos, los conventos han sido espacios de oración, trabajo y cultura. Las religiosas custodiaban rectas, manuscritos y cantos. Pero también sostenían la vida espiritual y asistencial de pueblos y ciudadanos. Las monjas, en definitiva, tejían redes invisibles que unían a la comunidad desde el recogimiento. Sin embargo, hoy, ese mapa conventual se desvanece poco a poco.
Los últimos datos recopilados por la Comisión para la Vida Consagrada de la Conferencia Episcopal Española (CEE) confirman la tendencia a la baja en la vida monástica del país. A comienzos de 2025, el número de abadías y monasterios activos en España se situaba en 690, lo que supone trece menos que el año anterior y marca la primera vez que la cifra desciende por debajo de los setecientos recintos. Todos los cierres corresponden a comunidades femeninas, especialmente afectadas por la falta de relevo generacional.
También el interior de los conventos refleja ese declive. En la actualidad, 7.439 monjas y monjes de clausura continúan desempeñando la vida monástica en el país, 225 menos que el año anterior y 1.700 menos que en 2015. Detrás de estos números se percibe un fenómeno sostenido: el envejecimiento de las comunidades y la dificultad de atraer nuevas vocaciones en una sociedad cada vez más alejada de la vida religiosa.
En Cádiz capital solo quedan 16 monjas de clausura
Concretamente, en Cádiz capital, apenas dieciséis monjas permanecen en los monasterios de clausura, según los datos facilitados por la Diócesis gaditana. Estas religiosas se reparten entre los conventos de Corpus Christi y San José, Nuestra Señora de la Piedad y Santa María del Arrabal, los tres únicos de vida contemplativa que permanecen activos en la ciudad. Si se amplía la mirada y se suman las hermanas dedicadas a la enseñanza o a la acción social, la cifra asciende a 188 en total. Un número que, aunque digno, dista mucho del bullicio vocacional que llenaba antaño los claustros. La falta de relevo generacional ha hecho que muchos conventos se vacíen o fusionen comunidades para poder subsistir.
La ciudad, que en el pasado respiraba fe en cada esquina, ve ahora cómo el sonido de las campanas ha sido reemplazado por el tráfico y las terrazas. Sin embargo, en medio de la rutina urbana, aún hay lugares donde la vida transcurre en otro ritmo, como si el tiempo se hubiera detenido. Esa vida en clausura sigue estando en pie.
Uno de ellos es el monasterio del Espíritu Santo, en El Puerto de Santa María. Allí, tras los muros encalados y el portón de madera, viven también dieciséis hermanas que mantienen viva la tradición franciscana. A LA VOZ le recibe una de ellas -con voz añade un 'ave maría purísima' y cuenta que la comunidad es hoy mayoritariamente africana y latinoamericana. «Somos de distintos países, pero la llamada es la misma», dice con amabilidad. «Nos une el deseo de servir, de rezar y de escuchar. En el silencio se oye mucho más de lo que parece».
«Dios sigue llamando, pero hay tantas distracciones»
Sus palabras resumen una paradoja del tiempo actual. Nunca hubo tantos medios para comunicarnos, y sin embargo, cuesta tanto escuchar. «Dios sigue llamando», añade. «Pero hay tanto ruido, tantas distracciones… Hoy es difícil reconocer esa voz. Antes, quizá, la vida dejaba más espacio para el silencio».
Las vocaciones, efectivamente, escasean. Las generaciones jóvenes viven entre pantallas, estímulos y urgencias, y el mensaje de la fe, que requiere quietud, paciencia y escucha interior, parece desentonar en un mundo de velocidad constante. Sin embargo, muchas de las nuevas hermanas que llegan a España provienen de África, Filipinas o América Latina, regiones donde la religiosidad sigue siendo un eje vital y donde la idea de consagrar la vida al servicio no ha perdido su fuerza.
Estas mujeres son hoy la savia nueva de muchos conventos españoles. Sin ellas, buena parte de los monasterios habrían cerrado ya sus puertas. Su presencia, discreta pero firme, da sentido al título de este reportaje: la resistencia. Porque resistir, en este contexto, no es solo mantenerse físicamente, sino también mantener vivo un modo de entender la existencia que prioriza la fe, la comunidad y el silencio frente al individualismo y la prisa.
Los muros de esos conventos, tan antiguos como humildes, guardan historias de renuncia, pero también de plenitud. Allí se sigue rezando por los enfermos, se elaboran dulces artesanales, se escriben cartas, se atiende a quien busca consuelo. La vida monástica, pese a la soledad y la escasez, continúa siendo un faro moral y espiritual en medio de una sociedad fragmentada.
En este contexto, las expresiones artísticas recientes -como Los domingos o el último trabajo musical de Rosalía- no hacen sino devolver la mirada hacia algo que la cultura contemporánea había dejado de lado. El valor del recogimiento, la búsqueda interior, la necesidad de creer o, al menos, de detenerse. Que el arte vuelva la vista hacia los conventos, hacia las monjas, hacia la idea misma de fe, no es casualidad. Tal vez haya en ese gesto un reconocimiento inconsciente de lo que falta.
«Lo importante», concluye la hermana María del Espíritu Santo, «es no dejar de escuchar la llamada, sea como sea. La fe no se impone, se descubre. Y aunque el mundo cambie, sigue habiendo quien la escucha.»
Su voz se apaga tras la reja, mientras el sonido del torno gira lentamente. Afuera, el bullicio de la ciudad continúa. Adentro, la oración sigue, constante, invisible, como un hilo que resiste el paso del tiempo. Porque, en definitiva, la fe, como la vida misma, también se mide por su capacidad de resistir.
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