Evolución del número de países de la Unión Europea
Evolución del número de países de la Unión Europea - ABC

La Unión Europea cumple 60 años apelando a la unidad tras el golpe del «Brexit»

La cumbre de Roma pretende marcar, en palabras de Jean-Claude Juncker, el «nacimiento de la nueva UE»

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Sesenta años después del momento oficial de su nacimiento, es difícil explicar en qué consiste un experimento que se ha dado en llamar Unión Europea. No existe ningún precedente de una unión voluntaria y democrática de varios pueblos y naciones ni se trata aún de un proyecto consumado del que puedan verse sus contornos definitivos. En realidad la Unión Europea no existe y no sabemos todavía ni cuando existirá ni cómo será cuando eso suceda.

Pero desde el principio eso no ha impedido hablar y dar como reales los efectos que produce una idea como esa. El cronista de ABC en aquellos tiempos, el corresponsal en Roma, Julian Cortés-Cavanillas, bautizó el acontecimiento de la firma del Tratado de Roma como el nacimiento de una «Nueva era para al seguridad y la economía en Europa».

Y así ha sido.

Aquella Europa de la que España todavía no formaba parte, fue la que resurgía de los escombros de la barbarie, tratando de encontrar fórmulas para salir de la espantosa costumbre de ir a la guerra cada treinta o cuarenta años. Hubo varios idealistas, Jean Monet, el más importante de ellos, que ya habían visto durante la guerra en el campo de los aliados que poner en común las fuerzas de todos es mejor que simplemente sumarlas sobre el papel. Pero en este caso se trataba claramente de incluir a la Alemania vencida, para conjurar cualquier deriva de rencor como había sucedido tras la guerra de 1914. Los dirigentes políticos del momento también entendieron la necesidad de avanzar por ese camino, pero no todos tenían el coraje de asumir que eso significaba que el poder de los Estados tendría que desvanecerse en favor de una autoridad superior. El primer intento había sido precisamente la creación de una Europa de la Defensa, que es precisamente el nuevo horizonte que aparece ahora al alcance, después de la salida del Reino Unido. Entonces fue Francia la que hizo naufragar el proyecto y ahora se ha puesto a la cabeza. Los idealistas han tenido que encontrar siempre fórmulas complicadas para llegar a destinos más ambiciosos, todos los países han venido firmando cosas que sabían que no podrían cumplir, o que no sabían cómo cumplirían, mientras otros estaban pensando ya en cómo empezar a calcular el próximo escalón.

El núcleo esencial se compuso en torno a dos países que en el siglo XIX y la primera mitad del XX se habían disputado la hegemonía continental: Francia y Alemania. El coraje de los dirigentes de los dos países para pasar de las trincheras a la más estrecha coordinación común ha sido desde el principio el nucleo esencial del proyecto europeo. Nunca antes se había producido una decisión tan clara de pasar de ser enemigos a aliados incondicionales para la paz. Y ese ha sido el principal dividendo de las seis décadas de existencia del proyecto europeo. Por encima de las instituciones, de los logros, de los tratados, de los cambios políticos, el principal logro de la Unión Europea ha sido abolir la guerra, hacerla intelectualmente imposible. Cuando terminó la guerra en 1945 el territorio europeo estaba cubierto de «millones de muertos y millones de refugiados», como recordaba en la ceremonia del 60 aniversario el presidente del consejo de ministro italiano Paolo Gentiloni. Ahora es verdad que la crisis de los refugiados está planteando problemas graves para las estructuras políticas y sociales europeas. Pero esos refugiados ya no son los europeos y la idea de que lo fueran se nos hace a todos extraña, imposible. También hemos dado por hecho que no puede haber nunca más dictaduras en Europa, porque Europa nació como un santuario de la libertad y la democracia, en el que no puede haber pena de muerte y todos los ciudadanos tienen derechos y dignidad.

Desde los años de la fundación, el proyecto europeo se ha venido perfilando, primero gracias al impulso económico que obtuvieron los países fundadores (Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) que atrajo a los más dudosos (1973 entran El Reino Unido, Irlanda y Dinamarca) Grecia después (1981) y España y Portugal (1986) el mismo año que se aprueba el Acta Única, el primer gran documento que consagra los cimientos del gran mercado único y las cuatro libertades que son hoy el mayor patrimonio legal del que disfrutan quinientos millones de ciudadanos: libre circulación de personas, libre circulación de capital, libre circulación de mercancías y libre circulación de servicios. Austria, Finlandia y Suecia se unirían al club poco más tarde (1995) y cinco años después se puso en marcha el euro, la moneda única que es el mayor símbolo exterior de la idea de una Europa Unida. Nadie duda hoy que esa moneda fue creada a trompicones, sin dotarla de una capacidad suficiente de control político o técnico. A trompicones se ha venido creando el Banco Central Europeo y aún hoy las estructuras de control del mercado financiero, de inspección de los bancos, todo lo que se necesita para controlar una divisa, no existen plenamente. La verdad es que si se hubiera esperado a tener esos mecanismos, el euro no se habría creado jamás. Pero sin el euro, probablemente Europa no habría sobrevivido a la crisis financiera. Ese es el principal problema para defender la idea de Europa, que su mayor éxito son las cosas que ha evitado, es decir, que su principal fruto ha sido evitar cosas que no han sucedido, algo que es difícil de ver.

La gran ampliación al este de 2004 y 2006 ha sido tal vez el paso más arriesgado en toda la historia del proyecto europeo. Javier Solana, entonces alto representante para el exterior, cuenta que tuvo que optar entre dejar solos a esos países que acababan de salir del infierno comunista y que podían convertirse en satélites de Estados Unidos o derivar hacia un desorden generalizado al lado de nuestras fronteras. El resultado ha sido una verdadera indigestión de países, con efectos colaterales inesperados en materia de inmigración interior, de competencia en los mercados laborales y de laberintos políticos en un entorno en el que la idea original del europeismo no había tenido tiempo de madurar. Hay quien identifica en aquella ampliación gran parte de los problemas de la actual UE, como se ven los que se habrían producido si se hubiera mantenido ese impulso eufórico que se tradujo en la concesión del estatuto de candidato a Turquía. Y esa es seguramente una de las causas de la decisión de los británicos de dejar el barco -aunque ellos han sido siempre los principales abogados de Turquía para lograr un modelo que disminuyese sus ambiciones federalistas.

Y aquí estamos, con una Unión a 27, con una parte que todavía no siente plenamente que nuestro destino está vinculado a una Unión cada vez más fuerte, con millones de ciudadanos asustados por los efectos de la globalización y que buscan volver a lo que creen que es la certeza de la era de las viejas fronteras políticas y económicas. Tenemos probablemente más de lo que hubieran podido soñar los padres fundadores: un Parlamento elegido por sufragio universal, una Comisión Europea cuyo presidente se elige ya en relación directa a los resultados electorales y un Consejo donde los países están debatiendo ya sobre como será esta nueva Europa a varias velocidades en la que aquellos países que quieran ir más allá puedan marcar el camino, para que los demás puedan sumarse cuando se sientan preparados. Y, lo más importante, se siente en el ambiente una sensación de renacimiento, un cierto fermento entre millones de europeos, entre los jóvenes, de toma de conciencia de lo que podríamos perder si la idea de Europa se desvaneciera otra vez. Conscientes de que, como acaba de decir el presidente del Consejo, Donald Tusk la única certeza es que «nada de lo que tenemos está garantizado de por vida» si no somos capaces de defenderlo.

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