Palmira, un oasis mutilado por el califato

ABC recorre el histórico enclave sirio, cuyos habitantes intentan olvidar el aciago paso de los yihadistas de Daesh

Enviado especial a Palmira (Siria) Actualizado: Guardar
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«Se puede caminar con seguridad porque esta vez no han tenido tiempo ni de poner minas. Apenas pudieron destrozar el anfiteatro y el Tetrápilo y después tuvieron que desplegarse para asegurar sus posiciones», informa el teniente coronel del Ejército sirio, Samir Mohamed, mientras inspecciona algunos de los túneles cavados por los yihadistas en mitad de Gran Columnata, la avenida central de Palmira. Donde antes se podían ver turistas llegados de todos los países del mundo, ahora solo se ven soldados sirios o rusos.

Palmira está en los libros de historia por haber albergado la capital del reino de Zenobia, pero también ocupa un lugar destacado en la historia particular del califato ya que el grupo yihadista Daesh la ha conquistado en dos ocasiones.

«La primera vez fue necesaria una de las operaciones de mayor envergadura que hemos hecho en esta guerra, pero la segunda ha sido más sencilla y más rápida», señala el oficial, presente en las dos batallas, la última a comienzos de este mismo mes. Tiene que alzar la voz al hablar porque helicópteros rusos no paran de sobrevolar a baja altura el lugar. «El frente está ahora a 18 kilómetros al oeste, les hemos echado de Palmira, pero no están lejos», recuerda el teniente coronel.

Los yihadistas izaron por primera vez su bandera negra frente a la plaza del museo en mayo de 2015, pero el sueño del califa duró apenas diez meses, hasta que el Ejército sirio, con el apoyo de rusos y fatimíes (milicias afganas entrenadas por Irán) logró expulsarles.

Fue una victoria efímera porque en diciembre, aprovechando que toda la atención estaba puesta en la batalla por Alepo, los seguidores del califa lanzaron una operación sorpresa y volvieron a hacerse con las ruinas grecorromanas, la ciudad moderna de Tadmur, levantada a las puertas del conjunto arqueológico declarado Patrimonio de la Humanidad, y los yacimientos vecinos de gas y petróleo.

El balance de daños en este lugar situado en el centro del país incluye las tumbas de Mohammad Ben Ali, un descendiente de la familia del primo del profeta Ali Ben Abi Taleb, y de Nizar Abu Bahaedin, un religioso local; la figura del León de Al Lat, de tres metros y medio de alto, quince toneladas de peso y más de 2.000 años; el templo de Bel, erigido en el 32 d. C. en homenaje al dios de la lluvia, el trueno y la fertilidad; el museo, reconvertido en prisión; el anfiteatro romano y el Tetrápilo, conjunto de cuatro grandes zócalos con cuatro columnas cada uno.

Huellas del califato

Si en las ruinas solo se ven militares, en Tadmur ni siquiera eso. La ciudad moderna está muerta, las calles son una sucesión de edificios bajos reventados por los combates y el saqueo… como si alguien hubiera lanzado una bomba atómica. «Habíamos regresado más de 300 familias, pero después volvió el Daesh (acrónimo en árabe de Estado Islámico) y tuvimos que volver a escapar. El Ejército ayudó a salir a mujeres y niños y los hombres huimos como pudimos, hubo al menos veinte que se quedaron y los degollaron. Ahora no somos más de diez personas en toda Tadmur, la gente tiene miedo», afirma Sinjar, dueño de un pequeño comercio de reparación de neumáticos que desea reabrir lo antes posible. Sinjar se sienta junto al resto de vecinos en la puerta de su casa, donde han instalado una pequeña tienda con un generador que les sirve de punto reunión.

Helicópteros y más helicópteros rusos se dirigen al oeste y a los presentes se les dibuja una sonrisa al ver pasar sus panzas con la estrella roja. Casi se pueden tocar. Sinjar vivió solo unos días bajo el califato en 2015, le obligaron a ir a un «curso de arrepentimiento» para poder vivir en la nueva Siria del califa y decidió escapar con su familia a Homs. Su vecino, Ahmed, sin embargo, se quedó bajo las órdenes de Daesh, primero en Palmira y luego en la cercana Sujni, donde su mujer y sus cuatro hijos siguen bajo control del califato.

Ahmed se levanta de la silla y se dirige a paso rápido hasta una calle cercana en la que entra en una casa que por fuera parece una más, pero por dentro es un enorme almacén de armas presidido por la bandera de los yihadistas. A unos pasos ocurre algo similar, pero en esta ocasión es una vivienda reconvertida en cárcel: «Lo que hemos sufrido bajo el califato no lo sabe nadie. A Occidente le preocupan más las piedras que las personas y eso me da mucha tristeza, hay lugares del país donde no hay ruinas, pero sí masacres y a nadie le importan», lamenta este comerciante al que los yihadistas le confiscaron una de sus tiendas y la vivienda para entregárselas como premio a sus combatientes, una técnica habitual en el califato.

En el panel de anuncios de la mezquita se conservan los que ofrecen trabajo para agricultores en Deir Ezzor, ciudad en la frontera con Irak que Daesh cerca desde hace meses. Hay toda clase de panfletos para explicar desde la vestimenta correcta para el musulmán, hasta los beneficios del martirio. Sinjar, Ahmed y los demás quieren olvidar para siempre esos días y queman los papeles que encuentran relacionados con el califato. Ellos prefieren obsequiar a las visitas con postales e imanes para el frigorífico con imágenes de Palmira, recuerdos de esa etapa anterior al califato y a la guerra que esta semana ha cumplido seis años. Un pasado que parece ya imposible de recuperar.

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