Así desmanteló Daniel Ortega las instituciones de Nicaragua hasta convertirse en dictador

Gracias al apoyo de los empresarios y la complacencia internacional, el líder sandinista creó un Estado clientelar que ha acabado por estallar

Un seguidor de Daniel Ortega, durante la celebración del 39 aniversario de la victoria sandinista en Nicaragua Reuters

Mercedes Gallego

Tiene las alas cortas y los colores brillantes. Al guardabarranco lo nombró ave nacional de Nicaragua Anastasio Somoza en 1971, una de las muchas ironías que presenta la grotesca repetición de la historia nicaragüense en este nuevo tumbo revolucionario. A las crías las tiran al barranco para que aprendan a volar «y así me lancé yo, nadie me dio preparación ninguna».

No le entrenó la CIA ni le dio armas Cuba. Ni siquiera le adoctrinó ningún partido político. Hasta hace tres meses el comandante Guardabarranco se consideraba «un ciudadano modelo» que nunca se imaginó a sí mismo haciendo las cosas que hace hoy. Le ha tocado amenazar a la directora de un hospital para que atendiera a los heridos, defender las barricadas y encontrar casas de seguridad para su gente en la clandestinidad. Él mismo anida en las lomas y cambia de cama cada noche desde que el martes el gobierno de Daniel Ortega embistió con toda su fuerza paramilitar contra Monimbó, el último reducto rebelde de la emblemática Masaya que le diera la victoria al Frente Sandinista hace exactamente 39 años.

Esta cría no lo vio, nació en 1990. Ortega es prácticamente todo lo que ha conocido como presidente en su vida adulta. Formaba parte de la Nicaragua complaciente que había aceptado el desmantelamiento de las instituciones a cambio de un modesto bienestar económico que convirtió al segundo país más pobre de Centroamerica en la tercera economía de mayor crecimiento en el continente, según las previsiones que hizo para este año el Banco Mundial. Le elogiaba el Fondo Monetario Internacional (FMI), aumentaba el turismo, las exportaciones y la inversión extranjera. Iberia planeaba vuelos directos entre Madrid y Managua. Era el país más seguro de Centroamérica, el narcotráfico pasaba de largo respetando pactos secretos, los salvadoreños pedían asilo político en sus fronteras. La figura del comandante de la revolución convertido en dictador era tolerada, «hasta la Iglesia miraba para otro lado», recuerda.

De camino a recoger el Premio Cervantes de este año, el escritor Sergio Ramírez , que estaba junto a Ortega cuando triunfó la revolución y fue su vicepresidente en 1985, decía tener «la idea extravagante» de que una generación agota sus posibilidades de cambio, «pero llega un momento en que otra recupera esos ideales y los echa a andar de nuevo». Mostraba un cierto deje de nostalgia, porque a sus 75 años no pensaba que lo fuera a ver. A esta generación «colgada de internet» que sólo veía movilizarse con el fútbol la creía fruto del individualismo «que comenzó a comerse los sesos de la gente en los 90», cuando se derrumbó lo que se llamó el socialismo real «y pensar en los demás se quedó demodé». Sentía una juventud ausente, sin imaginar que sería como ese pájaro tropical que permanece quieto y silencioso antes de lanzarse sobre los insectos. Quién se iba a imaginar que les importaba la ecología.

La chispa de la protesta

El chispazo de la movilización fue un incendio casi bíblico que hizo arder la reserva de Indio Maíz y la leña seca de la revolución. «Así ocurren los milagros», suspira el escritor. En una semana de desidia gubernamental las llamas cruzaron tres ríos y carbonizaron 5.400 hectáreas del pulmón centroamericano. Costa Rica puso en la frontera 40 bomberos con diez vehículos, pero el gobierno nicaragüense los rechazó. Había planes de infraestructura para esas tierras. Ardía la sangre de los estudiantes y de los campesinos en las calles «porque lo que nos estaban quitando no era la tierra, sino el país». Hasta que un diluvio igual de bíblico puso fin al incendio de la reserva, pero no a la avaricia del gobierno. Las imágenes de la policía golpeando a los jubilados que reclamaron la bajada de sus pensiones puso en armas a esos estudiantes movilizados que, sin saberlo, llevaban dentro la semilla de la revolución. «Los sandinistas nos enseñaron», les da crédito Guardabarranco.

Con su lente afilada, el pulitzer de fotografía Javier Bauluz les ha llamado «los nietos del sandinismo». Sus padres fueron los cachorros del Servicio Militar Patriótico que defendieron al país de la contra financiada por Reagan . Sus abuelos estuvieron del lado de Ortega, de 72 años, aunque no lucharon con él porque estaba refugiado en Costa Rica después de robar un banco. Volvió al país con el triunfo de la revolución. Como ahora, ellos pusieron los muertos y él se quedó con el poder. Ellos pueden dar fe de las diferencias entre esas dos revoluciones que se cruzan en la historia y en las redes sociales con portadas en blanco y negro de la época de Somoza, tan marcadamente similares y aun así, tan diferentes. «¡Este es peor que Somoza!», jura en la calle Julián Bander . «Ellos estaban mejor armados que la Guardia Nacional. Tenían rifles Galil, M16, FAL, AK-47... ¡Hoy la lucha es desigual! Los pobres chavales andan con tirachinas y morteros caseros que llenan de pólvora y disparan a manos. ¡Son unos asesinos!».

Cada injusticia ha sido una chispa que ha incendiado la hoguera de los agravios. En los últimos once años de gobierno, Ortega ha desmantelado las precarias instituciones para permitir la victoria con un 35% del voto, la reelección indefinida, el debilitamiento de otros partidos políticos, la captura del Consejo Electoral, el sometimiento de la Asamblea Nacional y del poder judicial. De ahí que el lema de la nueva revolución sea «Justicia y Democracia».

La consolidación del poder con las bases se produjo a través de un férreo control estatal que requería militancia al Frente Sandinista para cualquier actividad y priorizaba la lealtad partidista a la titulación. «Por eso los gobiernos populistas tienden a ser tan ineficientes», explica Roberto Courtney , director ejecutivo de la fundación Ética y Transparencia, que trabaja en sistema electoral y gobernabilidad. No compran votos, «los alquilan», aclara. Cuando languideció la financiación venezolana tuvo que aplicar la austeridad para seguir manteniendo ese clientelismo político que aún aspira a robustecer para eternizarse en el poder.

Previsiones económicas a pique

Muchas cosas han cambiado en estos tres meses. Las previsiones económicas se han ido al garete. Nicaragua ya no es «la nueva Costa Rica» que celebraba en febrero la revista «Travel+Leisure». Ha roto la alianza con los empresarios, ha tiroteado las iglesias, ha formado un ejército paramilitar con el que sembrar el terror y ha secuestrado y torturado a jóvenes desarmados «que por supuesto fueron a esconderse bajo las sotanas de los curas», otorga. Ni todas las lágrimas de Nicaragua han podido apagar el incendio.

En ese proceso se ha revelado como un sangriento dictador dispuesto a matar para mantener el poder. «Y una cosa es estar cómodo con un autócrata y otra con un asesino», reflexiona el director de Ética y Transparencia. Ortega ha perdido las alianzas sobre las que cimentó su status quo y la financiación para su populismo. El canto del guardabarranco al amanecer es hoy el de su ocaso.

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