Ortega y Gasset y sus críticas contra aquella «España próxima a la idiotez» que no quisó la Gran Guerra

El Gobierno de Eduardo Dato y la Monarquía española decidieron que el país no debía combatir en la Primera Guerra Mundial, pero eran muchos los políticos, escritores e intelectuales que defendían justo los contrario en lo que Pío Baroja llegó a calificar como una «Guerra Civil» de ideas

Ortega y Gasset

Israel Viana

Hacía solo 11 días que había dado comienzo la Primera Guerra Mundial y una parte importante de los españoles lamentaba que España no hubiera entrado en el conflicto que acabó con la vida de entre 10 y 31 millones de personas. El asunto quedó zanjado con en el siguiente comunicado del Gobierno: «Declarada, por desgracia, la guerra entre Alemania, de un lado, y Rusia, Francia y el Reino Unido, de otro, y existiendo el estado de guerra en Austria-Hungría y Bélgica, el Gobierno de Su Majestad se cree en el deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles», podía leerse en la « Gaceta de Madrid », que hacía las veces de Boletín Oficial del Estado, el 7 de agosto de 1914.

Y, además, advertía: «Los españoles residentes en España y el extranjero que ejerzan cualquier acto hostil contrario a la neutralidad perderán el derecho a la protección del Gobierno y sufrirán las consecuencias de las medidas que adopten los beligerantes, sin perjuicio de las penas en que incurran con arreglo a las leyes de España. Y serán igualmente castigados, conforme al artículo 150 del Código Penal, los agentes nacionales o extranjeros que promuevan en territorio español el reclutamiento de soldados para cualquiera de los ejércitos beligerantes».

El Rey Alfonso XIII y el presidente del Gobierno, Eduardo Dato, estaban convencidos de que España no estaba en condiciones de participar en la Gran Guerra, pero una parte del país no parecía estar de acuerdo ni quería ser neutral. Un número nada despreciable de españoles –especialmente los intelectuales y algunos políticos–, querían ser protagonistas de aquel importante episodio de la historia mundial. No parecían importar las consecuencias humanas y económicas de esta tragedia, puesto que estaban convencidos de que el Estado saldría fortalecido de entre los escombros de Europa.

«El Estado será neutral, nosotros no»

Los periódicos fueron testigos de este tenso debate entre los partidarios de uno y otro bando, de los que abogaban por permanecer al margen de las bombas contra los que no. «Desde que comenzó el conflicto europeo, el pueblo español, como la mayoría de los pueblos neutrales, está en plena guerra civil», llegó a escribir Pío Baroja en ABC en diciembre de 1916. Algo que ya se había constatado con el primer editorial de la «Iberia»,que aseguraba en 1915: «La “Gaceta de Madrid” podrá proclamar la neutralidad en esta lucha, pero no puede permanecer en silencio lo que está por encima de ella: la inteligencia. El Estado será neutral, pero nosotros no. En este momento único, supremo, de la vida se podrá permanecer en silencio en el Tíbet, pero no en Cataluña».

Cadáveres en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial

Fue en esta última revista fundada en Barcelona durante la contienda donde el escritor Ramón Pérez de Ayala publicó su « Manifiesto de Adhesión a las Naciones Aliadas ». Fue firmado un año después de comenzar la Primera Guerra Mundial por intelectuales de la talla de Valle Inclán, Gregorio Marañón, Azorín, Unamuno, Menéndez Pidal, Manuel de Falla y hasta el famoso Ortega y Gasset, entre otros más de sesenta escritores, pintores, catedráticos, compositores y escultores. «No está bien que, en esta coyuntura máxima de la historia del mundo, la historia de España se desarticule del curso de los tiempos, quedando de lado, a modo de roca estéril, e insensible a las inquietudes del porvenir y a los dictados de la razón y de la ética», defendían en el documento.

Lo cierto es que, más allá del debate y las exaltaciones que provocaron la neutralidad, no hay muchas dudas de que la razón por la que Alfonso XIII y Eduardo Dato tomaron la decisión fue la debilidad del país y su escasa capacidad bélica en aquel momento. Y no les faltaba razón, a pesar de la fuerte oposición por parte de Azorín, Ortega y Gasset, Unamuno y esa parte importante de la élite cultural española. En los primeros años del siglo XX, España se encontraba inmersa en una de las mayores crisis de su historia. La fractura social y política era evidente, así como que las heridas del desastre del 98 y la pérdida de las últimas colonias de ultramar estaban aún abiertas. Por no olvidar los recientes acontecimientos de la Semana Trágica de Barcelona y guerra que librábamos en el norte de África.

«El arrabal de Europa»

«Por desgracia, escribo desde un arrabal de Europa», escribía precisamente Ortega y Gasset el 5 de agosto de 1914, en un diario en el que contrastó la reacción de los pueblos europeos con el español, en lo que respecta a la guerra. Mientras otros países se dejaban la vida en la defensa de unos ideales, el filósofo madrileño pensaba que España, con su neutralidad, no daba «señales de vida» y vivía sumida en una modorra «muy próxima a la idiotez». «Llega a preocuparme la falta de conciencia de los españoles», añadía después, en un debate que no era sino una reflexión de fondo sobre el presente y futuro de una nación como la española, que él pensaba que debía aspirar a ser algo más que ese triste «suburbio» del continente.

Portada con el desfile del contingente enviado por Nueva Zelanda a la guerra ABC

La esfera pública española se dividió entre «aliadófilos» y «germanófilos», en referencia a los partidarios de entrar en conflicto de uno u otro bando. Una batalla que aquí se libró en los periódicos y a la que se conoció como «La guerra civil de las palabras». En ella, la movilización de los intelectuales españoles no fue tan diferente de la de otros intelectuales europeos, pero no dejaba de ser un ejercicio teórico, lejos de las trágicas implicaciones que tenía la guerra real.

La oposición de Ortega y Gasset en contra de la neutralidad no era ni mucho menos única, pero él la defendió con mucho ahínco, llegando a fundar una nueva revista, «España», para defender su tesis y apoyar a los aliados, bajo la siguiente idea: «De la guerra saldrá otra Europa. Y es forzoso intentar que salga otra España». En algunos de los artículos que publicó entre enero y marzo de 1915, por ejemplo, el filósofo comparaba a España con Italia, convencido de que este, tras un largo periodo de atraso y ruina, era en ese momento «un pueblo fuerte y edificado que interviene en el gobierno del mundo», por la simple razón de que había participado en la «guerra definitiva», como él la llamaba.

«Neutralidades que matan»

Esta decisión era para Ortega y Gasset el punto culminante de las diferencias entre ambos países, puesto que veía el conflicto como una posibilidad para reaccionar y regenerarse. Un punto de vista que ya había sido ampliamente planteado en España por él mismo en el verano de 1914, en el momento en el que comenzaron a caer las bombas. «Nosotros no podemos mirar a los últimos sesenta años de nuestra vida sin sonrojo y sin ira. Los directores de nuestra patria han hecho de ella lo contrario de lo que hicieron con la suya los directores de la raza italiana: estos han hecho a Italia, los nuestros han deshecho a España», comentaba el filósofo, que en los siguientes meses cargó contra el presidente Dato, con cuyo Gobierno «el corazón del país llegó a dar el menos número de latidos por minuto». Un aletargamiento y una pasividad que para nuestro protagonista eran sinónimo de incapacidad.

Un oficial alemán, muerto mientras observaba al enemigo ABC

La posición de Ortega y Gasset no era, como hemos dicho, marginal ni original. A parte de un amplio espectro de intelectuales, también un nutrido grupo de políticos eran partidarios de que España se implicara en la Gran Guerra de manera activa. Ahí estaban, por ejemplo, Melquíades Álvarez, que había sido presidente del Congreso de los Diputados durante la Restauración borbónica y defendía esta tesis. Y el líder del partido liberal, el conde de Romanones, que llegó a suceder a Dato como presidente del Consejo de Ministros a finales de 1915 y que publicó su célebre artículo «Neutralidades que matan» en el «Diario Universal», el cual firmó, eso sí, con una enigmática equis: «La neutralidad expresa no ser de uno ni de otro –explicaba–. Grave falacia. Si triunfa Alemania, ¿se mostrará agradecido a nuestra neutralidad? Seguramente, no. Y si por el contrario fuese vencida Alemania, los vencedores nada tendrán que agradecernos, ya que en la hora suprema no tuvimos para ellos ni una palabra de consuelo».

Frente a Iberia y la opiniones de Ortega y Gasset, surgieron otras publicaciones, como la revista «Germania», que defendían la entrada en la guerra en apoyo de los germanos. Mientras que los que defendían la neutralidad de España eran realmente una minoría y, además, siempre se los acusó de estar sirviendo a los intereses de estos de manera encubierta. Uno de estos escasos ejemplos es Eugenio d'Ors, para quien la Primera Guerra Mundial era simplemente una guerra civil entre europeos.

Pero en lo que todo el mundo coincide es que fue el mayor horror conocido en el mundo hasta ese momento. Un conflicto de cuatro años en el que gran parte de Europa quedó cubierta de sangre y sembrada de ruinas y cementerios. Y en el que, como reiteró Manuel Azaña en enero de 1917, España fue «neutral forzosamente, por nuestra indefensión, nuestra carencia absoluta de medios militares capaces de medirse con los ejércitos europeos». ¿Qué hubiera sido del país si hubiéramos enviado a nuestros soldados al frente, más allá de los 1.328 voluntarios españoles que, según la Cámara de Diputados de Francia, lucharon en algunas de la batallas más sangrientas? Nunca lo sabremos.

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