Entrevista

Martínez Hoyos: «Desde el indigenismo radical, los españoles son vistos como una especie de nazis»

Contra la simplificación del relato histórico, el doctor en Historia Francisco Martínez Hoyos publica el libro «El Indigenismo: desde 1492 hasta la actualidad» (Cátedra), un esfuerzo por reconstruir las raíces del movimiento Indigenista y desmontar los mitos levantados a su alrededor

Batalla de Centla, en la que intervino por primera vez el caballo en una guerra en América. Mural en el Palacio Municipal de Paraíso, Tabasco.
CÉSAR CERVERA

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Cierta corriente política se ha lanzado en los últimos años a recabar votos dentro de aquel cajón desastre llamado Indigenismo, que se alimenta tanto del amor por conocer el mundo prehispánico como de las ganas de reinventar los aspectos más desagradables de aquella civilización. El primer invento es el de imaginar un gran pueblo (no enfrentado ni heterogéneo) hermanado contra la llegada de los europeos. De ahí que personajes claves como la Malinche, que hizo las veces de intérprete a Hernán Cortés , sean presentados hoy por la tradición indigenista como los traidores del cuento, a pesar de que ella, concretamente, tenía tanto de azteca como Hernán Cortés de alemán.

Contra esta simplificación del relato histórico, el doctor en Historia Francisco Martínez Hoyos publica el libro «El Indigenismo: desde 1492 hasta la actualidad» (Cátedra), un esfuerzo por reconstruir las raíces del movimiento Indigenista y desmontar los mitos levantados a su alrededor. «Las nuevas repúblicas que surgieron tras la salida de España estuvieron controladas por blancos racistas que se dedicaron a expoliar las tierras de los indígenas. Es más, llegó un momento en que diversos estados, como Argentina en su campaña del desierto, perpetraron auténticos genocidios», afirma Martínez Hoyos en una entrevista en ABC.

En la introducción del libro habla usted del uso político que se ha hecho frecuentemente de la causa «indigenista». ¿Qué se persigue con ello?

El indigenismo es una cuestión central. Las repúblicas latinoamericanas, al definirse a sí mismas como naciones, tienen que establecer el lugar que los indios ocupan en las mismas. El pasado prehispánico se convertirá en una herramienta política, una antigüedad propia en la que aztecas, incas o mayas cumplen una función similar a la de griegos y romanos en los países europeos. Al mismo tiempo, y de forma paradójica, se desprecia al nativo que vive en el presente. Surgirán entonces diversas estrategias para acabar con la escisión de la sociedad. Unos defenderán la integración de los indios, de forma que estos pierdan su cultura propia. Otros propugnan el reparto de tierras, al entender que la raíz de la explotación es de carácter económico.

Dice usted que en América se plantearon soluciones genocidas para afrontar el asunto del indigenismo, lo que automáticamente nos evoca las acusaciones clásicas contra el Imperio español.

España no se planteó el exterminio por distintos motivos. Había razones altruistas: los indios eran hijos de Dios y había que evangelizarlos. Pero ellos también extraían los metales preciosos de las minas y labraban la tierra. Un genocidio habría sido matar la gallina de los huevos de oro. Además, ¿qué significa «España»? La conquista no la efectuó el Estado como tal. Cortés y Pizarro representaban lo que hoy denominaríamos «sector privado». Desde la península era muy difícil controlar lo que hacían grupos de hombres sedientos de riquezas y posición social.

¿Qué opinión le suscita la figura de Bartolomé de las Casas, al que sus críticos achacan que ni siquiera se esforzó por conocer a las poblaciones indias?

Fue, por un lado, un hombre admirable que puso su erudición al servicio de los más débiles. Entendía que su labor no era tanto luchar sobre el terreno como ejercer presión en la Corte, de forma que se promulgaran leyes justas. Pero muchas veces le perdía la pasión, de forma que sus obras no son siempre ecuánimes. En su valoración hay que huir de dos extremos: ni fue un progresista, una especie de teólogo de la liberación del siglo XVI; ni el loco que pintó Ramón Menéndez Pidal en una furibunda diatriba.

Afirma al comienzo del libro que el Imperio español no fue peor que otros, marcando cierta equidistancia con otros imperios claramente depredadores.

Estoy convencido de que España no fue ni peor ni mejor que otros imperios. A mi me gusta compararla, en lo bueno y en lo malo, con Roma. El mundo clásico nos produce admiración, pero… ¿cuánta gente recuerda que la columna trajana conmemora un terrible genocidio contra los dacios? Julio César, en las Galias, también se comportó como un salvaje. Pero su memoria histórica se beneficia de la pluma de Dante y de la de Shakespeare. A Cortés, en cambio, le han cubierto de improperios. Como si en el Renacimiento existiera la Declaración de Derechos del Hombre o la Convención de Ginebra. En esa época, las guerras en Europa eran despiadadas. ¿Por qué tendrían que haber sido distintas en el Nuevo Mundo?

Hubo un intento efectivo de la Corona española de que se respetaran los derechos de la población indígena. ¿Fue suficiente?

La Corona se movió entre dos objetivos antagónicos, proteger de los abusos a la población indígena y, al mismo tiempo, garantizar que la mano de obra explotara las enormes riquezas mineras de América. Desde España se hizo un intento serio por apoyar a los más débiles, pero ningún estado, en aquellos momentos, poseía medios suficientes para hacer cumplir su voluntad. ¿Qué ocurre cuando se promulgan las Leyes Nuevas, en 1542? En Perú estalla una guerra civil porque los conquistadores no están dispuestos a renunciar a sus privilegios. Carlos V, finalmente, tiene que dar marcha atrás.

¿Es correcta la imagen utópica de las repúblicas de indios bajo la tutela de los jesuitas?

Nuestra imagen está mediatizada, quizá, por la película «La Misión», de Roland Joffé, en la que aparecen unos jesuitas más próximos a la teología de la liberación que al siglo XVIII. La realidad, como tantas veces ocurre, es ambivalente. La Compañía de Jesús defendió a los indígenas frente a los esclavistas portugueses a la vez que imponía una estricta teocracia. Eran los religiosos quienes gobernaban las reducciones, no los indios.

¿Qué supuso las guerras de independencia (emancipación) del siglo XIX para los indígenas? ¿Por quién tomaron partido?

En muchas ocasiones apoyaron al bando español. Entre una Corona lejana pero protectora y unos criollos que les explotaban a diario, el asunto no ofrecía demasiadas dudas. De ahí que el libertador San Martín tuviera que recurrir a la siguiente estratagema: dio información falsa a los nativos porque sabía que después lo contarían todo a los realistas. Más tarde, en Ayacucho, los independentistas que liberaron Perú eran extranjeros mientras las tropas del virrey se componían, sobre todo, de indios y mestizos.

El retrato más canónico de José de San Martín

Sigue hoy vigente la vinculación entre independentistas latinoamericanos y los habitantes precolombinos. ¿Entre los independentistas no eran la mayoría los criollos?

Los libertadores tuvieron que legitimar la separación de España con su propio relato. Hablaron entonces de tres siglos de opresión, cuando lo cierto es que los criollos apoyaron el imperio hasta el penúltimo instante. San Martín luchó contra los franceses en Bailén. Y Miranda, poco tiempo antes, había servido como militar en el Caribe. Tras la emancipación, las historias oficiales plantearan las guerras de independencia como luchas de liberación frente a un poder extranjero. Lo cierto es que fueron conflictos civiles: americanos contra americanos.

Tras la salida de España del continente, ¿qué cambió para esta población? ¿Mejoró su situación?

No. Al contrario. Las nuevas repúblicas estuvieron controladas por blancos racistas que se dedicaron a expoliar las tierras de los indígenas. Es más, llegó un momento en que diversos estados, como Argentina en su campaña del desierto, perpetraron auténticos genocidios. Desde el poder se suponía que la diversidad étnica era un obstáculo para el progreso económico.

¿Cómo es hoy la imagen que tienen las comunidades indígenas del periodo español?

Desde el indigenismo radical, los españoles son vistos como una especie de nazis. Se idealiza el mundo prehispánico, como si los aztecas o los incas no se hubieran impuesto por la fuerza a otros pueblos. El mito del «buen salvaje» es, en realidad, una distorsión paternalista y conservadora. Miremos al pasado, a los viejos tiempos gloriosos. Se olvida también que los españoles tuvieron éxito porque contaron con múltiples apoyos locales. ¿Qué hubiera hecho Cortés, por ejemplo, sin aliados como los tlaxcaltecas? Si nos ponemos a hablar en serio de los llamados «Indios conquistadores», sin duda encontraremos muchos aspectos sorprendentes.

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