Así rezaba Cohen: «I am ready, my Lord»

Lidia Jiménez Rodríguez, profesora de la Universidad CEU San Pablo, explica lo que supone la muerte de un ser querido

ABC Familia

El prolífico cantautor y poeta canadiense, Leonard Cohen, compuso un último tema 16 días antes de morir. Lo hizo desde el salón de su casa, en Los Ángeles, porque el dolor no le permitía levantarse para grabar. Su hijo Adam terminó algunos acordes post mortem. En el estribillo, con su voz penetrante e inconfundible, reza Cohen: I am ready, my Lord (Estoy listo, mi Señor). Y luego añade, en hebreo, Henani, henani (aquí estoy, aquí estoy). Y se marchó en la oscuridad de la noche, mientras dormía, con la satisfacción de los que saben que vivieron de verdad.

La realidad es mucho más bonita cuando se acepta la muerte. Con esta “sencilla” frase nos recibió el otro día Jerome, un sabio francés que además es mi vecino. Le pregunté que cuánto se podría tardar en conseguir ese nivel de consciencia, como él lo llama. “Puede que toda la vida”, respondió sonriente. Y a mí se me atravesó en la espalda un escalofrío de incertidumbre.

El 19 de agosto pasado murió mi abuela. No pude verle la cara. No pude besarle las manos. Su cuerpecito, ya bastante mermado, descansaba dentro de una caja. Sobre el ataúd, muy elegante (como ella), lucía un manto negro, con bordados dorados. Había muchas flores. Coronas enormes. Una capilla preciosa con suaves voces de fondo. Y, de repente, el silencio. La madrugada. La sotana de Don Miguel en la última fila. Mi tía, Lydia, apretándome la mano y exhalando, como aquel postrero suspiro: “Mami, mi mami”. Aquella fue la última noche de mi existencia anterior. Cuando amaneció, mi ropa era la misma, pero yo ya era otra.

Escucho a Cohen todos los días. Su voz es una plegaria, la mejor oración. Y, mientras me deleito en cada verso, giro en mi dedo la alianza de boda de mi abuela, que ahora es la mía. Me la he puesto para no olvidarla (cómo si se pudiera olvidar el amor). Siempre le decía, “ay, mi yaya querida”. Y la abrazaba fuerte. Ella contestaba, con esa voz dulcísima, “ay, mi tesoro, mi listeza, mi preciosidad”. Y sus ojos se abrían tanto que todo mi ser cabía en su ternura infinita.

Cogí algunas flores de la tumba. Las tengo aquí, en mi salón. Se están secando y caen los trocitos al suelo. Yo sí me puedo levantar a recogerlos, pero no lo hago. Acepto la muerte, claro, pero me cuesta no verte. Algún día te explicaré quién es Cohen. Y escucharemos, por ejemplo, “A thousand kisses deep” (A mil besos de profundidad). Y allí estaremos.

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