Justin Trudeau recibe el cariño de su progenitora
Justin Trudeau recibe el cariño de su progenitora - REUTERS

Margaret Trudeau, la indomable madre del primer ministro de Canadá

Bohemia, desinhibida y escandalosa. Fue la primera dama más rebelde de la historia

MADRID Actualizado: Guardar
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«Esta noche vamos a prescindir de formalidades, porque me gustaría brindar por el futuro primer ministro de Canadá: Justin Trudeau». No es esta una frase de hace dos días, pronunciada al calor del triunfo en las urnas del Partido Liberal. Fue el cumplido que Richard Nixon, presidente de EE.UU., le hizo a su anfitrión, el que fuera premier canadiense Pierre Trudeau y padre del pequeño Justin (entonces tenía cuatro meses).

Nixon formuló su profecía en abril de 1972, a los postres de una cena de Estado, y el oráculo se ha cumplido 43 años más tarde. En aquella década, los 70, era habitual que el apellido Trudeau apareciera en las primeras y en las últimas páginas de este periódico, como en tantos otros.

Por delante, alta política; detrás, el relato de las vicisitudes de uno de los personajes más singulares de la crónica social: Margaret Trudeu, esposa de Pierre y madre de Justin.

Cuando Pierre Elliott Trudeau conoció a Margaret Sinclair durante un viaje a Tahití, en 1968, acababa de tomar las riendas del gobierno de Canadá (ejerció de 1968 a 1979 y de 1980 a 1984). Era una suerte de bon-vivant de 48 años con un vigoroso discurso intelectual, un político audaz que igual practicaba yoga como pisaba a fondo el acelerador de su automóvil. Tenía una legión de admiradoras y, al tiempo, una idea muy clara sobre el modelo de Estado.

Ella era una hippy de buena familia, estudiante de Literatura y con una visión romántica de su futuro. Charlaron durante horas, pero Maggie le olvidó al día siguiente. Pierre, sin embargo, la cortejó con tanta tenacidad que acabó llevándola al altar. El 4 de marzo de 1971 se casaron en secreto. Maggie Sinclair se convirtió en Margaret Trudeau, primera dama del país... hasta que reventó las costuras de su rígido traje de consorte. Al cabo, le quedaban bastante mejor las escuetas blusas de Halston.

Nacida libre

Casi desde que llegó a la residencia oficial del 24 Sussex Drive, en Ottawa, Margaret se sintió como un pájaro enjaulado. En lugar de resignarse, revoloteó agitadamente durante más de una década en busca de una salida. Arropaba su desesperación con frescura y espontaneidad, tuvo varios ingresos hospitalarios debido a un trastorno bipolar y regaló momentos impagables para la historia política y para el cotilleo puro y duro. Basta recordar tres. En enero de 1976, a la vuelta de un viaje oficial a Cuba, declaró que « Fidel Castro es el hombre más sexy del mundo». En febrero de 1977, cuando los Carter acababan de instalarse, acudió a una cena de gala en la Casa Blanca apenas tapada con un mini-vestido. En marzo de 1979, detalló a la revista «Paris Match» el remedio para aplacaba su dolor ante una existencia que no le satisfacía: «Fumo marihuana igual que los patos beben agua. Me hace feliz. Las esposas de otros hombres de Estado reaccionan de diferente manera a su triste destino. Betty Ford y Joan Kennedy buscaron el olvido en el alcohol».

Antes, en 1974, el Rey Hussein de Jordania le había regalado unas cámaras fotográficas para satisfacer una de sus pasiones artísticas. Fue el germen de la tormenta mediática que se desataría tres años después, en la primavera de 1977, cuando sin previo aviso se marchó a Nueva York siguiéndo los pasos a los Rolling Stones, que habían actuado en Canadá. Entonces ya tenía tres hijos y la escapada coincidió con su sexto aniversario de bodas, pero Maggie parecía poseída por el espíritu de una grupie. Dijeron que estaba loca por Mick Jagger y que andaban liados. Ella explicó que sólo buscaba hacer un reportaje gráfico de sus ídolos y que, al final, se limitó a pasar varios días en un edificio de Manhattan jugando a las casitas con Marlon, el hijo Keith Richards y Anita Pallenberg, quienes habían sido arrestados en Oshawa (Ontario) por posesión de heroína. Richards siempre agradeció el gesto; Jagger, sin embargo, demostró muy poca clase cuando Gary Herman, autor del libro «Rock and Roll Babilonia», quiso saber qué recordaba de la señora Trudeau. «Era una chica enferma en busca de algo, que no encontró conmigo. No me hubiera acercado a ella ni con un bate en la mano».

Pierre y Margaret se quisieron de una manera singular y ajena al canon de la época. Ella decía que no deseaba renunciar a su familia, aunque quería «dimitir de mi cargo de primera dama». Él jamás se lamentó: «Sé que esto me resta votos, pero es el precio que hay que pagar en política». Los Trudeau parecían estar hechos de otra pasta, hasta que en 1984 se rompió el molde. La imagen de Maggie bailando en la discoteca Studio 54, en Nueva York, la noche previa a la derrota electoral de su marido dio la puntilla al matrimonio. Fue el final de un amor de película.

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