Mi Agenda de Madrid

Contraplano dominguero de Madrid

Mi Madrid es menesteroso y frugal: es un contraplano de Madrid

Isaac Blasco

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No me gusta pasear. Siempre que lo hago, siento que los acreedores me pisan los talones. Y me alcanzan. Prefiero la moto para moverme por este Madrid en que ni las ratas pueden vivir, que diría mi idolatrado Rosendo Mercado, sin duda más importante que Elvis Presley. Y sobre todo, mucho más normal. Voy en moto, sí, como Lawrence de Arabia cuando dejó de respirar en 1935 y planteó entonces, de forma del todo inconsciente, la necesidad de imponer en adelante el casco a los que acostumbramos ir sobre dos ruedas. Para Dámaso Alonso, «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). A veces en la noche yo me revuelco y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, y paso largas horas oyendo gemir el huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna». Esto está escrito en un Madrid de posguerra: urgente, ralo, gris; en el coma anímico de la capital no obstante más vital del mundo. Hoy, día veintitantos de la guerra, me pregunto si es decente ir al Mercado de San Miguel este domingo a tomar el aperitivo cuando otros, de pelo rubio y ojos azules, estarán librando en ese mismo instante el minuto y resultado de su simple supervivencia.

Mi Madrid es menesteroso y frugal: es un contraplano de Madrid. Se sustenta sobre bares de barrio, parques sin vitola y cementerios llenos de historias y de personajes condenados a un lacerante olvido. El otro día estuve ante la tumba de Diego de León. Me llevó dos horas localizarla. Está en La Sacramental de San Isidro, en Carabanchel, cuyo paseo es un carrusel caótico de la historia de España: en ella descansan los héroes, villlanos y mediopensionistas de nuestro baqueteado devenir. Diego de León, cordobés, teniente general, fue fusilado en 1841, por alzarse contra Espartero. Tenía solo 34 años cuando lo mataron. En el momento de su ejecución, se dirigió al pelotón de fusilamiento con una determinación un tanto esnob: «No tembléis, al corazón», les dijo. Ver su tumba hoy es constatar que la intrascendencia también habita sobre la memoria desdibujada de quienes un día se sintieron imprescindibles.

Lo siento: no desayuno. No sé qué es un brunch. No tengo ni idea. Vivo frente a un Mallorca y todos los días deseo que le echen el cierre. Por accesorio.

Acaso me tomo unas cañas en el bar 'La Marina', en la calle Alcalde López Casero (Ciudad Lineal). En lo estético, es un completo atentado merecedor de prisión permanente revisable. Pero qué tapas y qué forma de tirar la cerveza. Y qué buena gente su gente.

Y voy al Rastro. A observar el trasiego emboscado en una mascarilla. Y a comer en 'Gibraltar', un árabe en el que te dejan beber cerveza de lata que tienes que agenciarte en el chino colindante.

Y me siento un rato después en la mesa del bar 'La Moderna', en la Avenida de Ciudad de Barcelona, donde José Hierro mecía su poesía entre el bullicio de la barra apresurada y las máquinas tragaperras. Y pienso en lo venidero, inexorable: que nosotros, todos, pasaremos. Y Madrid permanecerá. No me da más.

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