DE RODRÍGUEZ

Confesiones y alergias

Más que a la muerte del padre, al rodríguez lo que le quita el oremus es la muerte metafórica de la hija, que lo trata a ratos

EFE
Jesús Nieto Jurado

Jesús Nieto Jurado

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Ay el rodríguez, que a pesar de todo tiene su corazoncito, su alma que pena en un Madrid de semáforos que ya no paran a nadie y de señoras que atufan –en bien– a Álvarez Gómez, que lo miran con misericordia y que se santiguan a sus espaldas. A estas alturas de agosto, el amigo ha decidido encomendar su espíritu a un profesional del alma y ahí anda, por una calle trasera con jardín de Padre Damián, aguardando entre revistas antiguas de las que regalaban en el tren, de otras que enseñaban cómo ser padres y de un ‘Mortadelo’ gordo y descuajaringado que va perdiendo la tinta y donde alguien le ha pintado una ordinariez a Ofelia en el vestido rojo.

El Doctor Ruiz, psiquiatra en senectud, tiene prestigio entre padres primerizos y niños que leen al propio Mortadelo, que ya sabemos que Ibáñez es nuestra reserva espiritual de Occidente y uno de los pocos sostenes que quedan de la infancia cachonda en que se pudo ser libre, pensar por uno mismo y hasta asustar a gatos arrabaleros sin temer a la cólera de Ione Belarra cuando se juega al límite con los seres sintientes.

El rodríguez, que tiene un manual rápido de la Espasa de Psiquiatría, ha leído a Jung en las largas noches del confinamiento, y ha visto que su tristeza somática debe ser tratada con química, amor y pedagogía; y para eso nadie mejor que el Doctor Ruiz, prestigioso entre los suyos, buen golfista y uno de los que patentaron el humanismo médico en esos tiempos, no tan lejanos, en que la pena y melancolía se quitaban con reclusión y ‘electroshock’.

Más que a la muerte del padre, al rodríguez lo que le quita el oremus es la muerte metafórica de la hija, que se ha contado aquí que lo trata con condescendencia y a ratos, como todos los de la generación Z . Por eso, sufre en soledad y quiere que le traten la opresión del pecho y ese sueño reiterado en el que abraza a los suyos, como en el poema de Leonardo Panero o de Luis Rosales, que el Rodríguez, en plena depresión agosteña, no está en condiciones de precisar poemas.

Todo eso le cuenta al Doctor Ruiz, que atiende en una consulta espaciosa con pececillo naranja y una marina cantábrica detrás. Le sorprende que lo primero que le pregunten es si es alérgico a algo, que lo segundo es si es adicto a otro algo y lo tercero, si tiene/tuvo algo extramatrimonial. A las tres preguntas dijo nones, negó en tripleta como San Pedro, pues sabe que el principio de la curación está en la verdad y en la humildad. Ya, entonces, el facultativo, que saborea un caramelo suizo, tose, dibuja un triángulo y saca una teoría sobre agosto y la soledad. Porque agosto es el mes más cruel y aquí el medico le recomienda que cultive sus aficiones como Fray Luis el huerto. El rodríguez anda en una fase, reitera el médico, de «anhedonia severa» y contra eso no hay química que valga. Algo quizá de Prozac a muy largo plazo, y evitar las digestiones pesadas antes del sueño.

Por la trasera de la Castellana sopla un secador bíblico en el cogote que seca los ojos, el rodríguez siente que su solución está en cambiar su actitud y en los doscientos euros ausentes e invertidos en contarle a un extraño que no es alérgico a nada (sino a la tristeza), que es un marido fiel y que la manteca de cacahuete no se lo va a llevar por delante.

Al abrir la portería, la misma que el conserje Celso tiene como una patena, ve a dos vecinos que suben medicado a su perro, que viene también del veterinario y que no puede mover las piernas por la anestesia. El rodríguez siente una lástima infinita y sube a pie hasta su casa dejando el ascensor al animalito. Pone a Bertín en el Spotify y llora hasta que se duerme.

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