Fausto, Francis, Daniel... indigentes en Barajas con billete a ninguna parte

Cada uno de estos «pasajeros invisibles» guarda una historia personal tan real como ajena a la realidad

Dos de los «sin techo», en un local de restauración de la T4 FOTOS: GUILLERMO NAVARRO
Aitor Santos Moya

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El aeropuerto de Adolfo Suárez-Madrid Barajas es, desde hace más de una década, un «albergue» itinerante para decenas de personas sin hogar. Indigentes golpeados por los baches de la vida que han hecho de las «comodidades» de la terminal un hogar mucho más fiable que la propia calle. Historias como las de Daniel, Fausto o Francis convergen en un espacio siempre a espaldas del constante trasiego diario. «Pasajeros invisibles» con billete a ninguna parte.

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«El Gallego» y sus fieles escuderos

Daniel, 24 años (La Coruña). Resolver un crucigrama no siempre resulta sencillo: encajar las letras, palabra tras palabra, en filas y columnas, del derecho o del revés; tan embarrado a veces como la vida misma. Pero él no cesa en su empeño, sentado en su pequeño hueco de un banco de llegadas de la T2, perseverando en llenar casillas de contenido mientras el flujo de abrazos y despedidas, de besos que llenarán recuerdos o de consuelos con sabor a desconsuelo pasa cada día por delante de sus ojos. Es la historia más reciente de Daniel, una piedra en el camino que a sus 24 años pesa más de la cuenta . Nació en La Coruña y guarda cosas de la tierra: su apodo («El gallego»), su acento y su claridad en el trato. Tres perros, Pluta, Pluto y Pluti, le siguen allá donde va. «Uno lo traje de Suiza y los otros dos los encontré abandonados y desde entonces vienen conmigo», explica sin quitar el ojo a alguna de las definiciones.

«¿Que por qué acabé aquí? Porque me volví loco. Me llamó mi hermano para decirme que nuestro padre había matado en Galicia a ocho de mis perros», relata entre evidentes muestras de tristeza. Pueden parecer demasiados e, incluso, poco creíble, pero bastan dos respuestas para comprender que en la mirada de Daniel hay algo más que simple tormento. La rabia no le tuerce el gesto, aunque por sus animales reconoce que es capaz de hacer lo que sea. «Cuando llegué a Barajas, había algunos que me querían joder», subraya con la tranquilidad de haber logrado el respeto del resto de vagabundos. Daniel vive ahora de la mendicidad, de sacar «unos 15 euros al día» que gasta en comida para él y sus tres canes. Según el día, ayuda también con los carros y las maletas para ganar algo más. «Mi idea es ahorrar un poco, encontrar trabajo y quedarme a vivir en Madrid. Si volviera a La Coruña, mataría a mi padre», asegura.

Gracias a la ayuda de una trabajadora del aeropuerto y otro compañero de fatigas, «El Gallego» puede darse una ducha en los baños públicos de Embajadores o ir al supermercado en Barajas sin el temor de que a Pluta, Pluto y Pluti les pase cualquier cosa. Uno de sus dientes, negro como el carbón , delata un pasado donde las drogas nunca fueron la mejor de las compañías. «Ya no consumo nada, solo si alguien me da un porrillo», enfatiza convencido de que aquella época en que no sabía decir «no» es agua pasada.

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«Atrapado» entre páginas de tinta

Fausto, 65 años (Verona, Italia). Lector empedernido de periódicos, Fausto no esconde su satisfacción de reverdecer viejos laureles cuestionado por su pasado. «De joven yo también trabajé de reportero, en un medio semanal», afirma orgulloso y entre una pila de diarios que recoge toda vez que son «abandonados» por sus compradores. En la cafetería de la planta baja de la T4, este italiano originario de Verona peina canas y heridas a partes iguales. Porque 65 años de idas y venidas dan para mucho, hasta para explicar que actualmente trabaja como consultor financiero desde un locutorio. «Hay meses que no gano nada, pero otros puedo ingresar 10.000 o 20.000 euros. Cuando eso pasa, en lugar de dormir aquí me voy al Hotel Miguel Ángel», asevera en perfecto castellano. La realidad y el olor que desprende, sin embargo, dictan lo contrario.

De sus tres hijos dice que están «dispersos por el mundo» y que alguna vez se pone en contacto con ellos. Fausto sostiene que llegó al aeropuerto hace «seis o siete meses», con la idea de estar una temporada y después «abrir una oficina» en Madrid. Pero las cosas se complicaron semanas atrás. «Me robaron el NIE y desde entonces estoy a la espera del Samur Social para que un día me lleve a la comisaría y pueda recuperarlo», explica. Habla cuatro idiomas -italiano, español, inglés y francés-, virtud que no duda en demostrar.

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Un viaje paralelo sin final aparente

Francis, 40 años (Kenia). Con un gesto casi automático, Francis abre los ojos, medio adormilados por el sueño, y responde con exquisita amabilidad. Rodeado por un par de cajas y una maleta, este keniata, de 40 años, manifiesta llevar media vida residiendo en España. «Vine para estudiar español en la Saint Louis University-Madrid Campus», explica sin precisar más detalles. Rápidamente, corta el paso y su historia avanza hasta 2009 , fecha en que recuerda haber perdido «uno de los dos trabajos que tenía».

Pese a que su relato no es consistente, Francis asegura que tiene un hermano en EE.UU., el cual le invita todas las navidades a cruzar el charco ; y una casa en Puertollano a la que solo acude cuando tiene tiempo libre. «Mañana tengo una entrevista de trabajo y prefiero venir a Barajas porque estoy muy cansado», subraya en un tono muy bajo, parecido al de un susurro.

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