David Oubel, en el banquillo de la Audiencia de Pontevedra
David Oubel, en el banquillo de la Audiencia de Pontevedra - MIGUEL MUÑIZ
JUICIO POR EL CRIMEN DE MORAÑA

El acusado confiesa el asesinato de sus hijas y encara la prisión permanente

Sorpresa al reconocer los hechos descritos por el fiscal y aceptar que no padece ningún trastorno mental

Los testigos dibujan a un David Oubel sereno, consciente y bromista después de cometer el horrible crimen

Pontevedra Actualizado: Guardar
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La ley de la gravedad que parecía marcar el devenir del juicio contra David Oubel, el acusado de degollar a sus dos hijas en julio de 2015 en su casa en Moraña, dejaba pocos resquicios para que esquivara la petición del fiscal de la prisión permanente revisable. Los hechos conocidos, los testimonios recabados y las pesquisas practicadas por los investigadores y recogidas en el sumario dejaban escaso margen. Pero si alguno quedaba, ayer se esfumó durante la primera jornada del juicio en la Audiencia de Pontevedra cuando el propio Oubel reconoció haber asesinado con una sierra radial a Amaya y Candela, sus pequeñas de 4 y 9 años.

«Reconozco los hechos de los que se me acusa», pronunció con voz grave pero queda en el arranque de la sesión, «todos y cada uno de ellos».

Oubel interrumpía así al fiscal Alejandro Pazos, que le preguntaba de manera ordenada por los pormenores plasmados en el escrito de acusación. «Las situaciones que viven las personas a veces son límite —intentó justificarse— y se toman decisiones de las que hoy me arrepiento y pido perdón por ello, y no tengo manera de solucionarlo». Esa situación límite él la atribuía a su fracasado matrimonio con la madre de sus hijas.

Incluso reconoció como válido, requerido por Pazos, un informe psiquiátrico que le fue realizado por especialistas y que niega que padezca ningún trastorno que le impida tener conciencia de sus actos. Esto echa por tierra la pretensión que pudiera tener su defensa —descolocada tras las declaraciones del acusado— de apelar a un trastorno o una pérdida de la conciencia para cometer el brutal crimen.

Acabada su confesión, un cambiado David Oubel —ayer lució una larga barba y media cabeza rapada— regresó derrotado a su solitaria silla, humilló de nuevo la cabeza y, con los brazos caídos sobre las piernas, aguantó las tres horas restantes de vista, en las que una decena de testigos —entre familiares, paramédicos y guardias civiles— reconstruyeron los acontecimientos de aquel aciago 31 de julio.

Carta detonante

Según el relato a varias voces escuchado ayer, el detonante fue una carta que David Oubel envió a una prima suya, en la que anunciaba «que se iba a suicidar, que fue muy buen actor, y que le dejaba el coche a mi hijo», en palabras del marido de esta familiar. «Mi mujer se puso histérica». Llamaron al acusado al móvil y, tras varios intentos, este respondió asegurando que estaba en Oporto con las niñas. No dieron crédito a sus palabras y los tres familiares se presentaron en su casa, que encuentran cerrada y con las cerraduras inutilizadas. Apenas podían hablar entre ellos «porque había una música altísima», elemento que los investigadores vincularon a la intención de amortiguar cualquier grito que pudiera proceder de la casa.

Los familiares tiraron abajo la puerta de la vivienda y ascendieron con rapidez a la primera planta, donde descubrieron los cadáveres de las niñas, cada una en un dormitorio. La pequeña Amaya, con las piernas colgando de una cama y el resto de su cuerpo tapado por una manta. La mayor, Candela, entre dos camas. Todo rodeado de sangre, y una sierra de calar —«de primera calidad», según Oubel había exigido en una ferretería días antes, cuando la compró— enchufada en el pasillo. La puerta del baño, cerrada.

Dentro, dos agentes del Seprona de Cambados encontraron al acusado metido en la bañera, «le cubría un líquido color rojizo oscuro, agua ensangrentada, hasta la mitad del pecho y las piernas», rodeado de una botella de ginebra y pastillas. Lo creyeron muerto hasta que, sacados de su error, le pidieron que levantase las manos y les acompañase. Ya era el principal sospechoso. Uno de los agentes recordó cómo, con absoluta frialdad, Oubel le pidió «que no le gritara porque le había escuchado perfectamente».

Esta falta de empatía, de sensibilidad ante el crimen, quedó de manifiesto en otros momentos de las testificales. Un agente de la Policía Judicial de Cambados relató cómo el acusado, una vez se le leyeron sus derechos, preguntó «a quién había que matar para que le dieran un cigarro». Otro testimonio puso de manifiesto que, durante su estancia en el hospital, «hacía bromas con la situación». Nada que ver con la pesadumbre exhibida ayer en la sala.

Tras un biombo

Los tres familiares que declararon lo hicieron con la protección de un biombo. Dio igual porque Oubel ni siquiera giró la mirada hacia él. Pidió esta misma prerrogativa el que era su pareja sentimental en el momento del crimen, Jorge Castro, que negó que el asesino atravesara un mal momento anímico tras su divorcio. Él también recibió una carta. «En ella se despedía, me decía que la presión lo había vencido, me daba las gracias y algunas instrucciones». Quería que se encargara de sus perros. De sus hijas ya lo había hecho él mismo.

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