Sergi Doria - Spectator in Barcino

La Inquisición «antifascista»

Del nacionalismo provinciano sabe algo la izquierda catalana que se declara “antifascista” y “empatiza” con unas elites que quieren convertir Cataluña en República de prebendas y delincuencias sin castigo

Torra, que ayer donó sangre, denuncia la «asfixia» de Cataluña y reclama 15.000 millones a Sánchez ABC

La estatua de Churchill pintarrajeada por los “antifa” da la razón a Oriana Fallaci: “Hay dos tipos de fascistas. Los fascistas y los antifascistas”. Ser antifascista no presupone ser demócrata. En 1934, el PSOE de Largo Caballero, el PCE, el POUM, la CNT-FAI combatían al fascismo, pero no una República que debía culminar en dictadura del proletariado (PSOE, PCE y POUM) o comunismo libertario (CNT-FAI). En los setenta, los terroristas FRAP y GRAPO se proclamaban antifascistas, pero su modelo era el maoísmo o marxismo-leninismo. La Banda Baader Meinhof identificaba “fascismo” con República Federal Alemana. En la España actual se etiqueta de “fascista” a la oposición a Sánchez-Iglesias: Vox, PP y Ciudadanos. En Cataluña, los secesionistas, comunes y cuperos tildan de “fascista” o “franquista” a quien defienda la unidad de España.

La hegemonía cultural “antifa” y la corrección política cercenan nuestras libertades. Lo denunció Robert Hughes en “La cultura de la queja” (Anagrama): “Lourdes lingüístico, donde la maldad y la desgracia desaparecerán con un baño en las aguas del eufemismo”. El ensayista ponía un ejemplo del New England Journal of Medicine: “Un cadáver gordo es una persona no viva de diferente tamaño”.

Triunfaba la neolengua del orwelliano “1984”. El marxismo no estaba muerto, advierte Hughes: “Su cadáver continuará haciendo ruido y emitiendo olores, a medida que se pudren los fluidos y se expanden las bolsas de gas; los europeos que fueron comunistas seguirán renaciendo como ultranacionalistas, como el genocida presidente Slobodan Milosevic de Serbia, antiguo apparatchik. Muchos de los que satisficieron su gusto por el placer burocrático dentro de la estructura imperial del comunismo continuarán disfrutándolo en las nuevas fuentes del nacionalismo provinciano”.

Del nacionalismo provinciano sabe algo la izquierda catalana que se declara “antifascista” y “empatiza” -cacofónico verbo- con unas elites que quieren convertir Cataluña en República de prebendas y delincuencias sin castigo.

Culpar a los demás de nuestras desgracias cursa con el victimismo: en el caso catalán, la guerra de 1714 que clausuró una Cataluña presuntamente idílica; o 2017: el “perverso” Estado Español encarceló a unos “demócratas” que pretendían “poner las urnas” para que “el pueblo” decidiera su futuro.

La victimización confunde lo individual y lo colectivo: “Hacerse la víctima es como una droga: sienta tan bien, recibes tanta atención de la gente, que de hecho te define, hace que te sientas vivo e incluso importante mientras alardeas de tus supuestas heridas, por pequeñas que sean, para que los demás las laman. ¿A que saben bien?”, ironiza Bret Easton Ellis en su impagable “Blanco” (Literatura Random House).

Nuestros separatistas pueden travestirse, según convenga, en judíos o negros de Alabama. Elsa Artadi cita a Ana Frank para defender el lazo amarillo; Torra denuncia la “asfixia” de Cataluña y exige 15.000 millones a Sánchez. Tramposa “asfixia”, con el trasfondo del “no puedo respirar” del asesinado George Floyd.

Abyecto victimismo comparar el comodísimo “exilio” de Puigdemont, Comín, Ponsatí, Rovira y Gabriel con la diáspora republicana de 1939. Sabemos de los republicanos en los campos nazis, pero no de los del Gulag del “antifascista” Stalin. En “Cartas desde el Gulag” (Alianza) Luiza Iordache Cârstea rescata del olvido al cirujano catalán Julián Fuster Ribó: el “español Fuster” que Soljenitsin elogia en “Archipiélago Gulag”.

Entre 1940 y 1956, explica la historiadora rumana, 345 españoles dieron con sus huesos en el Gulag. La “patria del proletariado” devino en Averno: “El anhelo de salir de la URSS, junto con las críticas al sistema dictatorial y a las políticas aplicadas allí por el PCE a los emigrantes españoles, la formulación de comentarios banales o comparaciones con la vida en España y en el ‘círculo capitalista’, fueron los detonantes principales de los arrestos y de las condenas al Gulag”, apunta Iordache.

Tras siete años salvando vidas en el campo de Kengir, Fuster logró salir de la URSS en 1959 y trasladarse a Cuba: “Volvió a toparse con un régimen comunista, cuyos valores, tras su dura experiencia vital, no compartía”. Las dificultades para trabajar en España por sus “antecedentes rojos” le llevaron al Congo en una misión sanitaria de la OMS.

Finalmente, Fuster pudo retornar a su país. Instalado en Palafrugell y amigo de Josep Pla, siguió ejerciendo de cirujano. En 1977, ante la “santificación” de los comunistas en la Transición, Fuster protestó en una carta a La Vanguardia: “El terror estalinista afectó a los emigrantes españoles que quisieron hacer valer sus derechos de emigrantes o de personas. Todos los terrorismos afectan solo a los que no se someten a sus arbitrariedades”.

Como advierte Easton Ellis, la nueva normalidad progresista censura a las voces contrarias. Proscribir, con el pretexto del antifascismo, al discrepante no es otra cosa que fascismo. Fascismo camuflado de antiracismo: violenta las estatuas de Churchill y Colón o retira “Lo que el viento se llevó” del catálogo de HBO.

A más “antifascismo”, menos democracia. Más Inquisición.

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