17-A, UN AÑO DESPUÉS

La Rambla tiene poder

Un año después del atentado, la arteria barcelonesa mantiene su esencia y recupera el pulso ciudadano

Una pareja se abraza frente al mosaico de Miró, en La Rambla, a la misma hora en la que, hace un año, se produjo el atentado Inés Baucells

Tatiana Rojas

Bulliciosa como siempre aunque ayer era un día especial, La Rambla despertó llena de vida, con sus turistas curioseando souvenirs, empleados vendiendo flores y entradas para museos, y terrazas abarrotadas de comensales. Más allá del mosaico de Joan Miró, epicentro de las ofrendas florales de homenaje a las víctimas del 17-A , en la zona cero de los atentados hubo ayer absoluta normalidad. De hecho, solo el diluvio que cayó al mediodía y que empapó los recuerdos y flores depositadas hizo enmudecer , solo durante unos minutos, a una avenida que por nada se detiene.

«¿Sabe cuál fue el recorrido que hizo la furgoneta?», pregunta una turista a Jessica, la joven florista de la parada número 13. La empleada, tras narrarle el recorrido de la fatídica furgoneta, recuerda lo sucedido en Madrid, su ciudad de origen, durante el fatídico 11-M de 2004. «Todos los atentados son horrorosos» , clama.

Silvia Espinoza, vendedora de cupones en la ONCE, trabajaba ese día, a esa hora en el lugar de la tragedia . «Iba a salir a fumarme un cigarrillo pero preferí esperar. Minutos después, la furgoneta pasó por delante de mí. Mi reacción fue llamar a mis jefes, yo estaba flipando. Tenía mucha impotencia», recuerda con su voz entrecortada. «Los ojos de una mujer mirándome se me quedaron grabados. Después más o menos lo vas asimilando y piensas: soy inmortal. Lo digo porque es como una coraza: si no sería muy difícil venir a trabajar y tengo que sacar adelante a mi hijo de 12 años».

«La gente entraba corriendo a mi tienda. Cerré cuando unas 60 personas estaban aquí refugiadas, muchas no dejaban de llorar. Durante cinco horas estuvimos dentro, la policía dio la orden. No quiero volver a ver algo así», relata estremecido Lalit, un comerciante de la India que atiende una de las múltiples tiendas de recuerdos de La Rambla.

Después de ese día nada es igual en La Rambla. A otros les cuesta todavía más superar y hablar de lo sucedido, pero no están derrotados, en su mirada se percibe valentía. «No, no quiero hablar, ya estoy hastiada. Ese día fue el peor de mi vida. Si pudiera no vendría aquí el día del aniversario, pero es mi trabajo», comenta otra trabajadora de una tienda de souvenirs de la zona.

Bolardos y seguridad

«Estábamos en casa y de repente escuchamos los gritos, salimos al balcón y era horroroso. Yo me puse a llorar y mi hija no hablaba, estaba en “shock” sentada en el salón», cuenta Rosa María Pérez señalando el balcón desde donde vio todo. Esta burgalesa de 63 años, y que lleva 43 en Barcelona rememora emocionada que «al día siguiente salimos y nos abrazamos con los vecinos y turistas. Esperamos que jamás vuelva a suceder, pero se necesita un monumento para recordar».

En el inicio de La Rambla, cerca de la calle Pelayo, por donde entró la furgoneta, se encuentran ‘los ramblistas’, señores y señoras que día a día se pierden durante horas por esta calle. Son una especie en vías de extinción entre turistas y vendedores ambulantes. Como Antonio García, un catalán de pura cepa y de 83 años, que evoca lo que sucedió, lo que nadie se esperaba. “¿Qué buscaban? ¿Por qué? Esas son las preguntas aún sin respuesta. Ese día estaba a punto de venir aquí y mi hijo me llamó para contarme lo sucedido. Él sabe que vengo todos los días, pero ese día no llegué. Al día siguiente las huellas de sangre seguían aquí y ya nada era igual. Por desgracia, aquí se esperó a que se murieran personas para poner medidas de seguridad ”.

A pesar de lo que pasó, el ambiente de La Rambla parece el de siempre, como si no hubiera pasado nada. Lo que sí ha cambiado es la seguridad: la vía está rodeada de bolardos en puntos estratégicos y varios coches de Mossos d’Esquadra siempre están ahí. Aunque este refuerzo es un alivio para algunos, otros siguen andando con cautela. Una imagen, esta semana, lo demuestra: tres turistas están paseando cuando suena una sirena. Por inercia, se detienen y se miran. «Que sí, que es una ambulancia, tranquilas», dice, quitando hierro, una de ellas. «Ya, pero igual hay que estar prevenidas», responde otra, más miedosa. Tras esta interrupción, sin que haya pasado nada, continúan con su recorrido.

Unos metros más abajo una guía turística está explicando a un grupo la historia del paseo. «En tiempos pasados por esta calle caminaban las familias más importantes de Barcelona, las más adineradas. Al lado derecho verán el edificio modernista decorado con paraguas, abanicos y un dragón chino», relata mientras los visitantes curiosos toman fotografías. «Al lado derecho verán un edificio modernista decorado con paraguas, abanicos y un dragón chino», relata ante los turistas. «Estamos parados cerca del mosaico que hizo Joan Miró», prosigue ella mientras continúan las fotos. A pesar de pararse en ese punto, en el que frenó la furgoneta que protagonizó la matanza, nadie pregunta sobre el 17-A y la guía tampoco da explicaciones.

Al final, en esa zona, alguien se atreve a preguntar a una testimonio del atentado cómo se vive «después de tener a la muerte tan cerca?». «No hay otra manera de vivir, así es la vida», concluye.

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