José Rosiñol - Tribuna Abierta

Macartismo en Cataluña

En Cataluña, este macartismo (¿soft?) lo vivimos en carne propia con la estigmatización de ser de «extrema derecha»

José Rosiñol
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Hacer política desde la sociedad civil no encuadrada en un plan prestablecido te da una visión privilegiada y, muchas veces, ingenua de la realidad. Bien es cierto que de vez en cuando alguien se te acerca y te susurra al oído: «Algo huele a podrido en Cataluña»; pero quienes, como yo, creemos profundamente en la democracia, pasando por la formalidad «rawlsiana», la deontología kantiana y acabando en el utilitarismo humanista de Mill, nos solemos tomar esos comentarios como bienintencionadas exageraciones, como algo inconcebible en una democracia moderna, donde las libertades del ciudadano son algo tan sustancial al sistema democrático que nadie, por muy convencido que esté, por muy ideologizado que sea, nunca entrará en la «sagrada esfera privada» del individuo.

Nunca nadie vería violadas sus libertades negativas, ni sería sometido a ningún tipo de despotismo de la costumbre.

Pues bien, poco a poco, a medida que uno se adentra en las arenas movedizas de la política catalana, cuando uno practica la ingenuidad del amateur, se da de bruces con la inquina, con la animadversión de una minoría nacionalista elevada a categoría de casta. Una casta que ha creado una densa red de personajes e intereses con el objetivo de aniquilar política y civilmente a todo aquél que ose cuestionar los mantras sobre los que se sustentan la «construcción nacional». Los ejemplos son muchos, demasiados. La maquinaria puesta en marcha para la disuasión y para lograr el silencio del disidente funciona a la perfección. Afortunadamente, no tienen en sus manos el control judicial, pero sí algo que fue obsesión desde los inicios del pujolismo: el control de los medios de comunicación y la sumisión del máximo número de periodistas reconvertidos en agentes, censores y delatores del Régimen.

Recuerdo cómo, en la presentación de Societat Civil Catalana, el 23 de abril de 2014, no hubo ni un solo profesional del mundo de la cultura dispuesto a «exponerse» como conductor del acto. La respuesta siempre era la misma: «Yo trabajo en Cataluña» (al menos contactamos con 12 personas distintas). Esa primera experiencia fue seguida por tertulias en la televisión pública catalana en las que se insultaba (casi unánimemente) a una serie de personas por el simple hecho de disentir. En Cataluña, este macartismo (¿soft?) lo vivimos en carne propia con la estigmatización de ser de «extrema derecha». De hecho, cualquier persona, cualquier partido, cualquier organización que se atreva a decir en voz alta que está en contra del «prusés» es tachado inmediatamente de ultraderechista por parte del periodismo orgánico nacionalista. La paradoja es que hasta el Parlament de Cataluña, órgano que nos representa a todos los catalanes, hizo una moción para desprestigiar a Societat Civil Catalana por haber ganado el Premio Ciudadano Europeo 2014. Políticos, democráticamente elegidos, constituyeron una especie de «Comité de actividades anticatalanas» para señalar a ciudadanos privados.

Pero, ¿cómo afecta este clima a la persona? ¿Se trata «únicamente» de cosas de la política? La cuestión es que ciudadanos de a pie como yo hemos sido sometidos a extrañas investigaciones que bucean en nuestra vida privada y en nuestro pasado más lejano. Hemos visto cómo hay quien le gusta revivir una «vida de los otros» con el objetivo de desprestigiarnos y elaborar una condena pública que puede derivar en muerte civil. La última anécdota vivida fue el pasado 31 de enero mientras compartía un vermut dominical con mi buen amigo Josep Ramon Bosch. Alguien se dedicó a fotografiarnos y en poco más de dos horas colgar dichas fotos en una red social señalando quiénes estábamos y qué hacíamos. Efectivamente, «algo huele a podrido en Cataluña».

José Rosiñol es socio fundador de Sociedad Civil Catalana.

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