Spectator In Barcino

El lento y largo deshielo

El largo invierno de la política catalana no augura un rápido deshielo, aunque este llegará cuando quienes montaron el pollo apliquen el ventilador de vapor

Puigdemont, en Bruselas junto a Gonzalo Boye y Josep Maria Costa Efe
Sergi Doria

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Este febrero -«febrerillo loco»- que insinúa la primavera hace más apetecible leer «Cuando los inviernos eran inviernos» (Acantilado), crónica milenaria de la estación que firma Bernd Brunner.

El ensayista germano recuerda que en el siglo XV advino un enfriamiento de la tierra -la «Pequeña Edad de Hielo» - que se alargó hasta el XIX. Aunque no fue una glaciación, «coincidió con guerras y desmoronamientos de Estados en una época en la que la población no se había recuperado aún, ni por asomo, de las epidemias de peste de la Edad Media».

El enfriamiento se consolidó con la actividad volcánica, ingentes nubes de ceniza coartaban la irradiación solar: «Durante la década de 1430, cerca de Colonia, el Rin se congeló durante tres inviernos, de modo que era posible cruzarlo a pie o a caballo… Tormentas poco habituales por su fuerza trajeron consigo inundaciones y pérdidas de amplias franjas de las tierras… Con esos períodos de frío se asociaba también el miedo a no poder ser sepultado de inmediato debido a la dureza de la tierra congelada».

El peor invierno aconteció el 6 de enero de 1709 y abarcó toda Europa: «No sólo los lagos y los ríos se congelaron, una capa de hielo cubrió también el mar… Se cuenta que las crestas de los gallos se helaban y caían al suelo; los árboles, incluso robles por lo general muy resistentes, reventaban literalmente… Los sembrados de trigo quedaron destruidos, con lo cual, al acabar el invierno, sobrevino una hambruna y se produjeron auténticas sublevaciones», explica Brunner.

Si trasladamos la climatología a la política, colegimos que el separatismo ha congelado todas las energías de Cataluña. Y sus principales mentores intentan preservar como sea el gélido bloque de cualquier posibilidad de deshielo.

Apoyado por los ultras flamencos, el prófugo del flequillo continúa sembrando cizaña por Europa… hasta que le caduque el pasaporte o llegue el suplicatorio. He aquí la perfecta definición de Su Golpe del 6 y 7 de septiembre de 2017 al referirse al 155: «Fue un golpe de Estado que tiene responsables directos que se sientan en el Parlament. Es la crónica de un golpe de Estado moderno, donde no hacen falta tanques».

Eso fue, precisamente, lo que hizo el prófugo -y no el Estado- con el concurso del orondo beato: el golpe moderno -o, si se quiere, posmoderno- que no precisa tanques, sino leyes de desconexión y escudos humanos en la calle para luego acusar a las fuerzas de seguridad de toda posible violencia.

La España que imagina el prófugo del flequillo -enésima esquematización de malos españoles/buenos catalanes-, remite a los siglos inquisitoriales: «oscura y tenebrosa» con «ganas irrefrenables de hacer daño».

El pérfido Estado, remata el del flequillo, «no ha pedido perdón por el daño causado». Aquí el único daño -económico, convivencial- está en el «debe» de los sediciosos cuando reiteran que lo volverán a hacer.

Los palmeros del prófugo -paluzies, ribós, comines- pretenden que Su Cataluña permanezca hibernada en el búnker de las esencias, mientras que el sector «pragmátic» prepara los calefactores para que el bloque se disuelva. Es el caso del Astut Mas, aprendiz de Frankenstein: insufló vida al monstruo y ahora intentará recluirlo de nuevo en los polos.

La primavera de las elecciones autonómicas… ¿deparará el deshielo? Volvemos a Brunner: «El final del invierno se anuncia, pero la vieja estación del año aún no se ha acabado, mientras que la nueva todavía no ha empezado en serio. ¿Se trata ya de la verdadera primavera o es solo una primavera falsa?». El ensayista alude al «deshielo del siglo» de febrero de 1784: una inesperada ola de calor acompañada de intensas lluvias provocó inundaciones en la Europa Central; en las aguas flotaban icebergs que arrasaron Colonia. «A menudo el invierno se retira lentamente».

El largo invierno de la política catalana no augura un rápido deshielo, aunque este llegará cuando quienes montaron el pollo apliquen el ventilador de vapor… En plena batalla de los dos partidos separatistas -ambos sólo anhelan «remenar les cireres»-, cual rumor de primavera anunciada, asoma Marta Pascal. Purgada por contradecir al prófugo del flequillo, lamenta el «bloqueo, antipolítica y confrontación» de unos políticos «que por la mañana están en un atril y por la tarde cortando carreteras».

Si el hielo llegara a diluirse, dejaría al descubierto las miserias del procés y sus podridos rizomas: las «razones» inconfesables de la Convergencia Delincuente para empujarnos al abismo; las corruptelas de los chiringuitos extractivos; los óbolos de la burguesía al independentismo que hizo arder las calles; los muñidores del lazo amarillo en los medios de comunicación; el supremacismo disfrazado de República Catalana…

Todo eso permanece oculto bajo el «permafrost», esa capa de hielo perenne de las regiones siberianas.

Lo peor del permafrost es que, si se deshace, libera CO2 y metano.

Nos aguardan, todavía, meses de tóxica climatología política.

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