El consulado flotante de Tabarnia

En Sant Jordi hay lugar para todos los afanes, y cada afán tiene su parada

El presidente «en el exilio» de Tabarnia, Albert Boadella ABC

SERGI DORIA

En la fiesta de Sant Jordi hay lugar para todos los afanes . Y cada afán tiene su parada: musulmanes, veganos, gays, feministas, esperantistas, anarcos, los de la secta de la Cienciología, Greenpeace, la casa de los italianos, amigos del POUM, la UGT y Estat Català –últimamente, tan bien avenidos; y, claro está, los de Òmnium, la ANC y esa madeja de asociaciones subvencionadas que se hacen pasar por la cacareada sociedad civil.

El problema de estos últimos, a diferencia de los otros, es que allí donde pasan dejan un rastro de lazos amarillos . Es como la merienda del banco de la Gran Vía: ese montón de latas vacías y restos de comida.

En la verja del jardín del Palau Robert la muchachada independentista anuda con gesto obsesivo decenas de lazos de plástico ; este cronista les pregunta, con evidente ingenuidad, si la ANC cuenta con una partida para limpiar ese espacio público cuando se acabe la kermesse que dieron en llamar Procés... La pregunta no espera una respuesta afirmativa: toda esa «ornamentación» –por llamarlo de alguna manera– quedará ahí si los servicios municipales no lo remedian (que parece que no) y algún ecologista no se queja del exceso de plástico (que tampoco). «No pateixi (No padezca)», me espeta un muchacho que el lunes por la mañana no tiene otra cosa más interesante que hacer.

«Al final de la Rambla me encontré con la negra flor», cantaba Santiago Auserón. Nada de Radio Futura. Al final de la Rambla, la consejería de Cultura del Palau Marc exhibe una pancarta entre ristras de rosas de papel amarillo adosadas a la fachada: «Catalan Political Prisoners and exiles back home now!». Es un ejemplo del género literario más elaborado del independentismo: la consigna. «¿Qué se hizo del 155?», comenta un viandante a nuestra vera.

Pasada la estatua de Colón –felizmente salvada del derribo que proponían las CUP–, un catamarán amarrado junto a las Golondrinas ha devenido en el Consulado del Mar de Tabarnia . Este barco no zarpa a Ítaca sino que recala en el sentido común a través del humor. Rodeado de radios y televisiones, el president Boadella dedica a Carles Puigdemont un ejemplar de «¡Viva Tabarnia!» , el libro que ha «conversado» con Jaume Vives, al que llama el don Pelayo de la calle Balmes: «A Carlitos, para que aprenda el desastre que ha provocado».

Cada vez que suena la sirena de la Golondrina que parte al Rompeolas con su pasaje de turistas, las aguas del puerto se ondulan y el catamarán bambolea. «En 2006 decidí no hacer ningún acto público pisando suelo catalán... Llevo con mucho orgullo ser el traidor en esta Cataluña nacionalista. Tenía que haberme ido a Madrid veinticinco años antes», se escucha en el Consulado Flotante.

Boadella es de los que opinan –y no es el único– que Sant Jordi debería ser la auténtica fiesta de Cataluña: «Lo del caballero y el dragón es una leyenda, una ficción, pero la Diada del Onze de Setembre es todavía más ficticia y, además, con el mal rollo del himno dels Segadors».

Los seguidores del presidente tabarnés atraviesan la escalerilla con la misma prevención que los antifranquistas entraban en las librerías de Perpignan para hacerse con una revista porno, o un título del Ruedo Ibérico. Después de pagar los quince euros cincuenta se acercan a Boadella, que cubre su cabeza con una gorra de marinero: «Si estoy en un catamarán, soy un marine, yo me adapto a todo», argumenta.

Las cabinas del teleférico que conecta el puerto con la montaña de Montjuïc van y vienen a través de un cielo plomizo. No hay que lamentar ninguna visita desagradable, aunque un coche de policía vigila discretamente el consulado tabarnés: «Soy de naturaleza desconfiada y quiero tener la seguridad de que no va a pasar nada . A mí me han dicho de todo; desde la fundación de Ciudadanos fueron a por mí. Traidor es lo más simpático que me dijeron», advierte Boadella.

Como parece que el catamarán de Tabarnia puede soltar amarras en cualquier momento, le preguntamos al autor si cree que algún indepedentista leerá su libro : «Solo contemplo esa posibilidad en el caso de que sea masoquista», ironiza.

Remontamos la Rambla y nos adentramos en el Raval. Volvemos a preguntarnos quién sacará los lacitos colgados en las farolas , llimpiará de pintadas las paredes, despegará adhesivos de «República Catalana» en las placas callejeras... Al pasar por la de Joaquín Costa, la calle en la que nació Terenci Moix barajamos qué opinaría el autor de «El día que murió Marilyn» –detestaba la teología nacionalista– sobre esa República que nadie sabe bien qué es. Las palabras de Boadella en su consulado flotante retornan a la mente: «A partir de la Transición revivió el virus nacionalista que nos llevó al desastre...». Que Sant Jordi nos proteja.

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