Guillermo Garabito - La sombra de mis pasos

No quedan musas

«Y así se explica, por esta falta de musas, que tengamos España así, con una panda de chavales en celo empeñados en elevar a los altares de los contenedores en llamas a un rapero que ni siquiera sabe escribir»

EP

En España no quedan musas, quizá tampoco queden ya en el mundo por eso de la democratización de la belleza y del glamour que es el «prêt-à-porter», que nada tiene que ver con Amancio sino con la colectivización de la belleza y las historias. Antes una musa te mantenía a la ciudadanía entretenida y la democracia sin disturbios, también te solventaba el artículo y de paso el Cavia y te desgraciaba la vida, pero ahora no quedan concejalas en provincias por descubrir de esas que dan columnas para la eternidad como a Tomás Hoyas: «Arenales, amor». Quedan diputadas que se enamoran de toreros, pero ahí no hay un artículo; ni un amorío de revista. No hay historias ya que den para hacer monográficos del «Hola», que nos partan en dos -que es la geografía natural de España-. No quedan musas, que no necesariamente son mujeres, si no historias de esas que resucitan los quioscos o pongan patasarriba la primavera y hagan más llevaderas las tardes cuando se pone tórrido agosto, y por eso los chavales se buscan la musa en cualquier lado, incluso en un rapero que de haber tenido barba y quién escuchara su cantinela habría podido pasar por uno de esos imanes que predican el odio y la violencia.

Musas digo, que más que mujeres son historias, como esa fotografía en la que salen Paquirri y Carmina Ordoñez y Manzanares padre, que todo hay que aclararlo. De esa instantánea se puede hacer un libro todavía hoy. No quedan musas, porque nos hemos ido quitando el misterio de encima, vivimos en medio de esta sobrexposición de los ídolos donde no se hubiese sostenido ni siquiera Grace Kelly. Y a Cary Grant le habríamos visto yendo en chandal al supermercado.

A Rosalía no se le puede escribir una columna, por muy mal que estén las cosas, porque no tiene glamour. Lola Flores era otra cosa; era Lola, porque la musa no tiene que ser guapa de catálogo por definición. Una musa, sobre todo, es misterio; ahora que todo es marketing e «Instagram». Las musas y sus historias no pueden ser de carne y hueso porque de eso no se puede sacar un artículo, tal vez, como mucho, se pueda poner una charcutería. Veo la lista de los solteros más cotizados de España que publicó «El Mundo» el otro día y lo más musa que encuentro ya, entre Ana de Armas y Terelu Campos, es Carlos Fitz-James Stuart.

Y así se explica, por esta falta de musas, que tengamos España así, con una panda de chavales en celo empeñados en elevar a los altares de los contenedores en llamas a un rapero que ni siquiera sabe escribir. Si al menos destrozasen sucursales por amor, como canta Sabina, tendría un pase esta barbarie, pero no han visto una musa en su vida. Si no estarían labrándose un futuro o leyendo a Luis Rosales y lo «que dura un beso», en vez de haciendo el ridículo, que es su única revolución.

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