Poblado de Matas, en la provincia de Guadalajara
Poblado de Matas, en la provincia de Guadalajara - Faustino Calderón

DESPOBLACIÓN RURALAldeas deshabitadas: de la muerte a la resurrección

Unas 140 pequeñas poblaciones de Castilla-La Mancha están deshabitadas. Hoy algunos de ellos buscan renacer con el turismo rural o como segunda residencia

Toledo Actualizado: Guardar
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«Desde que murió Sabina, desde que en Ainielle quedé ya completamente solo, olvidado de todos, condenado a roer mi memoria y mis huesos igual que un perro loco al que la gente tiene miedo de acercarse, nadie ha vuelto a aventurarse por aquí». Tras el suicidio de su mujer, Andrés de Casa Sosas se convierte en el último habitante de esta aldea del Pirineo de Huesca. Andrés es el protagonista de La lluvia amarilla, la novela de Julio Llamazares y una de las obras que mejor representa la despoblación.

En Castilla-La Mancha, unos 140 pueblos y aldeas se vaciaron cuando sus vecinos se marcharon a buscar una nueva vida en otros lugares. Esta es la cifra que da a ABC Faustino Calderón, autor del blog «Pueblos deshabitados». La provincia de Albacete estaría a la cabeza de la despoblación, seguida por Guadalajara y Cuenca.

Mientras, en Ciudad Real y Toledo, el éxodo fue casi inexistente.

Calderón ha recorrido la geografía española y castellano-manchega buscando pueblos que sufrieron la despoblación y recogiendo los testimonios de sus antiguos vecinos. «Ellos saben mejor que nadie cómo era el día a día, los medios de vida, los desplazamientos para realizar compras, las diversiones, las fiestas patronales, las causas por las que tuvieron que marchar. Es un testimonio de valor incalculable porque dentro de unos años ya no habrá nadie para contar de primera mano el pasado de estos pueblos», dice.

La despoblación de estas zonas ocurrió, de forma mayoritaria, en los años 50 y 60. La razón, según Faustino Calderón, es que «a las administraciones de la época no les interesaba invertir en infraestructuras ni servicios en pueblos de montaña muy aislados y con una población relativamente pequeña». Por el contrario, asegura, se incentivó la emigración a las grandes ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia o Bilbao, donde había trabajo para todos y se necesitaba mano de obra en la emergente industria de la segunda mitad del siglo XX.

Ruinas de Oreja, en la provincia de Toledo
Ruinas de Oreja, en la provincia de Toledo - Faustino Calderón

La primera oleada migratoria la protagonizaron los jóvenes, «que ya no querían llevar la misma vida que sus antepasados ni les seducía el campo». Ellas se fueron a servir a casas y ellos buscaban trabajo en la ciudad cundo acababan el servicio militar. En muchos casos, los jóvenes arrastraban a sus padres. «Mucha gente no se habría marchado si hubiera tenido un mínimo de calidad de vida, ya que el progreso y las modernidades que se estaban dando en las urbes no llegaba a sus pueblos», asegura Calderón.

La mecanización del campo también supuso «un duro golpe» para los habitantes de esos pequeños pueblos. «Un tractor o una cosechadora hacía el trabajo que durante años hicieron varias personas, por lo que no había trabajo para todos ni posibilidad de prosperar allí», dice el autor de «Pueblos deshabitados». A ello se suma el clima extremo de estas zonas de montaña, con inviernos muy crudos y rigurosos. La suma de estos factores condenó a muchos pueblos a quedar deshabitados: unos 2.500 en toda España, una cifra no equiparable a ningún otro país europeo.

Casos particulares

Calderón pone como ejemplo varios casos particulares. El Atance, en la provincia de Guadalajara, que ya no existe porque a finales de los años 90 quedó sumergido por el pantano que lleva su nombre. Villaescusa de Palositos, en la comarca de La Alcarria, fue comprado por un particular que derribó todos los edificios, excepto la iglesia y el cementerio. La Vereda, en la sierra de Guadalajara y claro ejemplo de la arquitectura negra, fue expropiado por el entonces Instituto para la Conservación de la Naturaleza (Icona), adscrito al Ministerio de Agricultura hasta 1991, para repoblación forestal. Sin embargo, años después fue cedido a un grupo de arquitectos para su rehabilitación y estos tuvieron que hacer frente a los litigios de los antiguos habitantes que solicitaron la devolución de sus casas.

«Cualquier pueblo o aldea, por el hecho de quedarse vacío, es reseñable. Es un drama y un golpe duro para la memoria de esas gentes, cuando lugares, donde durante siglos han vivido generaciones enteras, llegan al final de un ciclo», afirma. Por eso, ante la pregunta de si hay posibilidad de recuperar esos pueblos, Faustino Calderón responde tajante: «La gran mayoría no se van a recuperar e irán agonizando lentamente hasta que acaben con todos sus edificios en el suelo».

Aldea deshabitada de Carrascosilla, en Cuenca
Aldea deshabitada de Carrascosilla, en Cuenca - Faustino Calderón

De hecho, una de las principales denuncias de los últimos habitantes de estos lugares es el expolio de sus antiguas casas. «Al poco tiempo de marcharse la gente de los pueblos caía sobre ellos una legión de saqueadores buscando cosas de valor, que arramblaban con todo lo que podían», señala. Entre los objetos que robaban había muebles, aperos, herramientas, puertas, ventanas, dinteles, tejas y hasta las piedras de las paredes. «Y si expoliaron en las viviendas, no se quedaron atrás en las iglesias», dice Calderón, que relata casos donde robaron campanas, pilas bautismales, retablos, imágenes de santos, objetos litúrgicos y todo el mobiliario que encontraban.

Usos alternativos

El autor de «Pueblos deshabitados» ve como alternativa a la despoblación el turismo rural o el uso de las casas como segunda residencia de sus propietarios en temporadas veraniegas o durante los fines de semana. «El vínculo sentimental de sus antepasados y la necesidad de huir del ajetreo de la ciudad pueden cambiar estos pueblos gracias a la rehabilitación de las casas familiares», dice.

Sin embargo, Calderón lamenta que este proceso es muy lento y que «la gran mayoría están abocados a desaparecer y pasar a la historia». Un sentimiento parecido al que transmite José Antonio Labordeta, otro gran amante de estos lugares, en su canción sobre la despoblación: «Al aire van los recuerdos/y a los ríos las nostalgias/A los barrancos hirientes/van las piedras de tus casas./¿Quién te cerrará los ojos/tierra, cuando estés callada?»

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