Lápices, de HB
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ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA

Diario de un jubilado en Nueva York (12): El color de la vida

El poeta, profesor y traductor toledano Hilario Barrero envía desde Nueva York, donde reside desde 1978, un nuevo texto

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De las cajas de lápices de colores Alpine que los Reyes me traían había dos colores que siempre se quedaban sin usar: el negro y el blanco. Mientras que los otros se iban gastando y desapareciendo del estuche estos dos se quedaban erguidos e intocables, sombra escondida y luz congelada, mañana de nieve y noche mineral. Mirándolos me preguntaba cómo sería posible poner color al blanco y quitar color al negro. El blanco crecía, nadaba en la cartulina y el negro la ensuciaba. ¿Por qué incluir un lápiz negro cuando se utilizaba para escribir las frases equívocas y dudosas, que uno odiaba, llenas de uves y bes, de haches y sin ellas, que la hermana Aurora, monótonamente, nos dictaba para conseguir una buena ortografía? (Ahí hay un hombre que dice: ¡Ay!, Las acacias dan flores blancas, Ahí hay un haya, quizás el aya la haya visto).

Uno creía que todos los lápices, por naturaleza, como la noche o la pena, son negros. Todos teníamos varios de ese color guardados en el plumier y fuera del estuche de Alpine. Lo que yo buscaba, sin saberlo y con tesón era el color «carne», pero ese color no existía. Al menos en ese tipo de mina.

Estaba el rojo, el rosa, el carmín, pero no el color del rostro del amigo, el de las mejillas de la madre, el de la rosa del jardín de la infancia (¡qué difícil era dibujar una rosa!), o el de los cuerpos de santos asaetados que uno veía cuando iba al museo. Luego, con el tiempo, el color «carne» sería el color de la realidad y del deseo y más tarde el color ceniza en los rostros de El entierro del conde de Orgaz.

Los colores que se acababan enseguida eran el azul de esos cielos sin nubes, planos, de un azul rabioso y veraniego, azul verdoso del lago, azul congelado del río que se colaba debajo de un puente que parecía de cartón piedra y se tambaleaba peligrosamente; el marrón de las montañas tortuosas y encumbradas imposibles de conquistar, el marrón tierra reseca de caminos que serpenteaban como en un verso de Machado, un marrón hueco en los troncos de los árboles que se coronaban con el verde compacto, más sombrero o solideo que ramas con volumen y perspectiva; verde alfombra que cubría parte del dibujo, verde azulado que hubiera podido servir para pintar la esperanza.

Ahora es imposible vivir sin el blanco, improbable vivir sin el negro: blanco envidia de Zurbarán, lienzo de Cristo resucitado, blanco mortaja de Lázaro, blanco en apariencia humilde, con modales, que se cuela como una serpiente de luz entre los colores duros y agresivos y los bautiza convirtiéndolos al arcoíris de la mansedumbre. O el negro lobo que entra mordiendo perfiles y transparencias, cristales y azucenas en estado de santidad, negro alimaña que araña con sus uñas de carbón y su mirada endrina el campo nevado del lienzo.

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