José Rosell Villasevil - SENCILLAMENTE CERVANTES (XXVIII)

El adiós a las armas

Miguel tiene ya 27 años y, en la alegría del inmediato regreso, ve a su mano izquierda entristecida aconsejando que hay que ir olvidándose de las Armas

José Rosell Villasevil
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Miguel no ha urgido su regreso, ya totalmente inevitable; hace seis años que salía de su patria precipitadamente, debido a un desafortunado lance de honor de cuyas consecuencias está cada día más arrepentido. Él no nació para hacer mal a nadie, pero a veces en la vida se tropieza con rufianes que obligan a ello. ¿Acaso recela todavía del rigor de los jueces de su Rey Prudente?

El último verano en Italia, con la Liga Santa desligada y disuelta, lo pasa en la alegría de Nápoles, refinada y galante compuesta de incrustados trocitos de España, como diamantes en el oro finísimo de una región privilegiada. Es la ciudad más española que tiene en sus posesiones de Italia la poderosa Corona de Castilla.

De Nápoles Miguel, en el escalofrío de los recuerdos, verá siempre el retrato poético de un ensueño amoroso, con la añadidura del pecadillo venial de una amante y de un (posible) niño. ¿O el ensueño es de nosotros, sus románticos seguidores confundiendo tantas veces la fidedigna Clío con la tierna Erato?

La sirena napolitana quedó presa en las páginas de «La Galatea» con el nombre de «Silena», así como el pastor Damón, no es otro que el amigo íntimo de este Miguel poético hasta la médula, a pesar de su falsa modestia afirmando: «yo que tanto trabajo y me desvelo,/por parecer que tengo de poeta/la gracia que no quiso darme el cielo». «Daimón» es el gran vate Pedro Láinez, que tanto influirá en la vida y la obra del autor del «Quijote», quien debió ser testigo de los presuntos amores napolitanos de nuestro alcalino. ¿Transcurrieron así, tal como imaginamos estos arcádicos episodios ?He aquí el misterio.

Escuchemos unos instantes al «Regocijo de las musas»: «Desde mis tiernos años amé el arte/de la bella y discreta poesía/y en ella procuré siempre halagarte», le dice a Apolo. Desde su infancia deseó vivamente alcanzar el don de la poesía y, digan lo que digan, logró entrar dignamente con su laurel en el Parnaso. Otra cosa es que la injusta sociedad de su tiempo, tratara de cerrarle las puertas del éxito lírico a toda costa.

Miguel tiene ya 27 años y, en la alegría del inmediato regreso, ve a su mano izquierda entristecida aconsejando que hay que ir olvidándose de las Armas, archivándolas en el valioso relicario de la experiencia. El razonamiento (recogido 39 años después en el «Viaje del Parnaso»), lo corrobora de nuevo un dios olímpico: «Bien sé que en la naval dura palestra/perdiste el movimiento de la mano/izquierda, para gloria de la diestra».

Desconocemos los papeles literarios, como las importantes recomendaciones que había logrado de don Juan de Austria y del duque de Sessa, perdido todo en los avatares del fatídico viaje. Pero el Renacimiento italiano correrá por sus venas hasta el último poético suspiro.

Sería como el 20 de septiembre de 1575, cuando -junto a Rodrigo, su hermano-, deja aquella Italia generosa que tanta riqueza intelectual le regalara; y lo hace desde el puerto de la entrañable Nápoles, en la galera «Sol», perteneciente a la escuadrilla de cuatro de don Sancho de Leyva.

Embarcaron en la ya célebre galera buen número de caballeros, escritores y hombres de armas; pero hay una pareja (tío y sobrino) que nos llama especialmente la atención; se trata de los militares don Alonso y don Diego Ximénez Vélez, ambos del querido pueblo toledano de Villamiel, a quienes a mis instancias, en recuerdo de su valeroso comportamiento, que luego veremos, les dedicó el Ayuntamiento de su pueblo una hermosa Placa Conmemorativa en artística cerámica talaverana.

Una lágrima rodaría por la mejilla de Cervantes cuando, adentrándose la «Sol» en las aguas intensamente azules el Tirreno, extiende su postrer mirada por la verde campiña de Nápoles, por las villas, blancas palomas posadas al amor de rientes jardines, al Vesubio impertérrito y humeante, fumándose Pompeya envuelta en veite siglos. ¡Ya no volveré a gozaros mi a veros jamás!

El tiempo es de bonanza y presagia una feliz travesía, pero al poeta le falta pasar por la tercera y más dura de las Universidades: la del Cautiverio. Dura experiencia de cinco largos años de nula libertad, «el más alto don que a los hombres dieran los cielos», mas tan positivo para su doctorado. Dura prueba. «Padre, si es tu voluntad...»

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