Antonio Illán Illán - Crítica

El Brujo encanta a los toledanos con su duende

«El público disfruta con este actor inclasificable de múltiples registros que alcanza sus más altas cotas cuando recita nuestros clásicos sin amanerarse ni alambicarse»

ABC

Por ANTONIO ILLÁN ILLÁN

«Dos tablas y una pasión» dicen que es una frase que pronunció Lope de Vega o Cervantes, que en esto la historia aún no se ha puesto de acuerdo. En esta ocasión la utiliza Rafael Álvarez el Bruj o para titular su espectáculo teatral, algo que él mismo denomina de manera permanente a lo largo de la representación que es «teatro moderno». No sé si moderno o no, pero desde luego todo lo que hace este hombre menudo encima de un escenario es puro teatro, tanto cuando recita un clásico, como cuando sigue el guion de la obra, cuando mete morcillas que parecen ocurrencias y están previstas o cuando se refiere con comentarios a la realidad del momento o a personajes conocidos y cercanos a la gente del lugar en el que representa. Te guste o no, el teatro de El Brujo es un estilo, una creación propia con raíces en la universal cultura teatral. Todo su espectáculo, un monólogo-puzle, hace pensar que, aunque cambie los temas del leitmotiv, siempre parece representar la misma obra. Su teatro es como un juego de rayuela cuyos textos saltan y saltan de unos espacios a otros de unas referencias a otras, de unos personajes a otros, de un tiempo a otro, de lo profundo a lo superficial, de lo serio a lo bufo, del ser a la nada. Y siempre ahí, acompañando, definiendo, matizando, marcando las cesuras y significando las emociones: la música de Javier Alejano, perfectamente compenetrado y cómplice con el actor. El teatro de El Brujo es El Brujo y ya está.

Rafael Álvarez embruja al público desde que, tras unos acordes de violín que marcan el inicio, sale a escena y se pasea por la inmensa tela roja que, a modo de alfombra o círculo de tiza caucasiano, marca el lugar de la actuación. Y ahí empieza todo, la palabra fluye irredenta de su cajón de sastre o cuerno de la abundancia, que tanto da lo uno como lo otro. Tan pronto estará en su boca Santa Teresa como Shakespeare, Góngora, Quevedo o Valle-Inclán, don Juan Tenorio, Fray Luis de León, Francisco de Asís, Boscán…y siempre Cervantes y el Quijote y Lope de Vega, es decir un mundo de cultura clásica. Y en medio de todo ello las referencias a la vida de hoy, a la gente de hoy, a la política de hoy, a los programas de televisión de hoy, a la pandemia de hoy y a todo eso que le gusta oír al público en masa. Porque el público de los espectáculos de El Brujo es, como él repite con frecuencia en el espectáculo con un deje de ironía, «de mucho nivel»; y por eso aplaude con tantas ganas el recitado de un soneto de Lope o la referencia al programa basura «Supervivientes». Eso es «Dos tablas y una pasión», la deconstrucción del teatro y su construcción a la manera de improvisación a la vez, es El Brujo en estado puro.

En este espectáculo cubista picassiano con múltiples perspectivas el espectador siempre disfruta con aquella cara que más le agrada, ya sea la seria, trascendente y grave o la cómica acompañada generalmente del gesto o de la mueca. El espectador no sabe lo que va a ver, ve lo que ve, y sale sin poder contar de lo que iba la obra, más que nada una serie de citas clásicas y fragmentos de otras obras suyas ya rodadas y alusiones al momento actual que siempre son entendidas y aplaudidas. La realidad es que el público ha disfrutado noventa minutos con El Brujo. El Brujo es la obra.

Que nadie piense que lo de Rafael Álvarez es una trivialidad de un monologuista al uso, no, ni mucho menos. El Brujo tiene escuela y tiene lecturas, se sabe los clásicos al dedillo, conoce los textos y no solo los lomos de los libros, tiene profundo conocimiento y poso de la literatura española y de otras culturas teatrales, como la italiana, la shakespeariana, la griega, la intimista de los yoguis, la meditación, lo popular español…y todo lo exhibe con su chispa y gracejo. Casi podríamos decir de él lo que afirmó Goethe de Paganini, que tiene «un poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica». Eso es el duende. Con él parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis, su mejor llanto, su alegría y su sonrisa. ¿Acaso no anda por ahí el duende cuando cuenta la anécdota de Santa Teresa y el beso? Algún día habrá que aplicar a El Brujo la teoría lorquiana del duende.

Con gracia y con duende, con textos clásicos y comentarios que parecen ocurrencias, el público disfruta con este actor inclasificable de múltiples registros que alcanza sus más altas cotas cuando recita nuestros clásicos sin amanerarse ni alambicarse, aunque diga «médulas» y no «medulas» en un soneto de Quevedo. Da igual lo que diga, no importa lo que cuente o que se pierda en innumerables vericuetos narrativos, los espectadores (que van a ver a El Brujo) quedan embelesados ante él y sucumben ante el toque personal y genuino que le da a lo que narra. Y salen de este encuentro en estado catárquico, con la sensación de haber aligerado la carga existencial y sintiendo cierta alegría en el disfrute y relajo que supone esta propuesta dramática.

En una escenografía simbólica, poco más que un sillón vacío, un florete toledano, una mesita, un jarrón con rosas rojas y blancas y con una iluminación muy bien estudiada para marcar contextos y con la especial música en directo de Javier Alejano, el artista se ha desenvuelto como pez en su agua o como Brujo en escenario.

Los aplausos y los bravos fueron el premio merecido al trabajo de un actor y un personaje al que los toledanos consideran como «uno de los suyos». ¡Hasta la próxima!

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