Pedro Méndez de Vigo y Montojo

Siempre leal a sus convicciones y compromisos

En memoria de José Joaquín Puig de la Bellacasa Urdampilleta (1931-2021)

Doña Sofía y Don Juan Carlos junto a José Joaquín Puig de la Bellacasa, en La Zarzuela, en 1998 J. García

No es fácil escribir una crónica necrológica desde el dolor y tampoco resumir en unas breves líneas una trayectoria vital tan fecunda como la de José Joaquín Puig de la Bellacasa. Como hay amplia información sobre su brillante carrera diplomática y su siempre leal actitud al servicio de la Corona, a la que dedicó su vida, quiero centrarme en aspectos menos conocidos de ámbito personal y familiar, y hacerlo de corazón adentro, como diría el poeta Nicolás Guillén.

Puig de la Bellacasa presumía de su origen catalán, pero se sentía profundamente vasco. Nació en Bilbao, donde pasó su infancia y adolescencia, hizo algunos de sus amigos del alma y encontró a Paz Aznar, con la que ha estado casado 61 años y con quien tuvo seis hijos.

Desde su juventud temprana abrazó la causa monárquica. Sentía una profunda admiración por D. Juan de Borbón, pero su conocimiento de la sociedad española le hizo intuir pronto que la restauración de la Corona solo sería posible en la figura de su hijo.

Estudió Derecho y tras ingresar en la carrera diplomática, formó parte durante siete años del gabinete del entonces ministro Castiella, junto a sus grandes amigos Marcelino Oreja y Antonio Oyarzábal. El gabinete de Castiella fue un excelente mirador para ver la evolución de nuestra sociedad, vislumbrar cómo podría ser España a finales del siglo XX y conocer a muchos de los que serían los protagonistas de la Transición. Precisamente en sus albores, sirvió en nuestra embajada en Londres, bajo la dirección de Manuel Fraga.

En 1974 se incorporó al reducido equipo de Zarzuela, a las órdenes directas del entonces Príncipe Juan Carlos, a quién asesoró y asistió en el tránsito hacia una Monarquía Parlamentaria, apoyando su causa en la convicción de que era lo mejor para España.

En 1976 retomó nuevamente la carrera diplomática en el Ministerio de Asuntos Exteriores, primero como Director General y después como Subsecretario.

Adolfo Suárez le mandó de embajador a la Santa Sede (1980-82). Allí vivió el atentado a Juan Pablo II, pasando a diario por el hospital en el que se encontraba ingresado para dejar constancia de la preocupación de España por el Santo Padre. Igualmente, le causó honda impresión conocer personalmente al padre Arrupe, en cuyo proceso de beatificación testificó recientemente.

Con la llegada del PSOE al gobierno, Fernando Morán le propuso como embajador de España en Londres, donde estuvo siete años. Un excepcional periodo en las relaciones bilaterales, que hizo expresar al historiador John Elliott que se trataba de nuestro mejor embajador desde el conde de Gondomar, en el siglo XVII.

Londres constituyó la etapa de mayor esplendor de una extraordinaria trayectoria profesional. Dotado de una inteligencia viva y de una prodigiosa memoria, Puig de la Bellacasa combinaba una acertada capacidad de análisis con una amplia cultura y una conversación amenísima. Ello, unido a sus éxitos diplomáticos en Vaticano y Gran Bretaña, hizo que fuese reclamado nuevamente por el Rey Juan Carlos como Secretario General de su Casa, con la intención de nombrarle Jefe de la misma en un breve plazo.

Regresó a Zarzuela en enero de 1990 lleno de ideas y de ilusiones. Parecía que alcanzaba el objetivo para el que se había preparado toda una vida. Sin embargo, no terminó de encajar en el equipo o en las nuevas circunstancias. Los cambios que se estaban produciendo en España a comienzos de los años 90 afectaban a todos y José Joaquín no supo, no pudo o no quiso adaptarse a dichos cambios. Ello provocó su segunda salida de Zarzuela, esta vez con profundas heridas en el alma, esas que nunca terminan de cicatrizar. De esta etapa, lo más gratificante fue su percepción de que el entonces Príncipe de Asturias, a quien acompañó en diversas actividades y largos viajes, además de su indiscutible preparación, disponía de la categoría humana y de los valores necesarios para convertirse en un gran rey y asegurar la continuidad de la Monarquía.

Fue embajador en Lisboa entre 1991 y 1994, pero a pesar de su brillantez, de sus dotes para urdir complicidades y de su visión de Estado ya nada sería igual, pese a contar siempre con el apoyo insustituible de Paz, que se ocupaba admirablemente de la logística y que con su alegría y sentido común daba lustre a nuestra representación exterior, formando siempre un extraordinario equipo con José Joaquín. Después pasó por el Consejo de Estado y por una huidiza experiencia empresarial, que no terminaba de llenar a quien siempre se consideró un servidor público.

En 2013, ya retirado del mundanal ruido, orilladas sus ilusiones vitales y con su familia y amigos como centro de su actividad, sobrevino la muerte de su hijo Jaime, seguramente el más alegre de todos ellos. Nunca superó ese trance, que le hizo perder la curiosidad por lo que acontecía a su alrededor y le sumió en una profunda tristeza, de la que únicamente le aliviaban sus nietos.

Hace diez días una infección hizo que hubiera que ingresarle en el hospital, donde se descubrió que la pandemia de nuestros días también le había alcanzado a él. A los 89 años ha fallecido, en la paz del Señor, José Joaquín Puig de la Bellacasa, brillante diplomático, extraordinaria persona de profundas convicciones morales y religiosas, centro de gravedad de una familia admirable y un segundo padre para mí.

Le vamos a echar mucho de menos, pero ya nos avisó Benedetti que extrañar es el coste de los felices momentos.

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