Claudio Cerdán

Diez minutos y veinticinco años

La última palabra en el juicio la tuvo Ana Julia y la usó para pedir perdón. A los padres, a la familia, al mundo y hasta a Dios

Ana Julia Quezada, en la séptima sesión de la vista oral contra ella EFE

Claudio Cerdán

Diez minutos pasan en un suspiro. Es la espera de un autobús urbano o lo que se invierte en escuchar tres canciones. Hay momentos que duran más y aun así se hacen muy breves, como un cortometraje o un monólogo. Sin duda, diez minutos es un fragmento de tiempo ínfimo. Salvo que te estén asesinando.

«Entre diez y veinte minutos». Eso fue lo que la fiscal Elena Fernández asegura que tardó Ana Julia en matar al niño. Esta afirmación tan cruda se basa en las pruebas aportadas tanto en el juicio como en la fase de instrucción y sustentada por el informe forense expuesto el lunes. Diez minutos eternos.

En las sesiones previas se sirvió el horror a pequeñas cucharaditas haciéndolo digerible para los estómagos más duros. Ayer no. Ayer se concentró en el relato de la fiscalía, mostrando casi cronológicamente una serie de hechos que no por ser ya conocidos dejan de erizar la piel. «Que no les engañe su aspecto: hace dieciocho meses era mucho más corpulenta y llamaban la atención sus manos» , señaló la fiscal. Esas mismas manos con las que asfixió a Gabriel y que se ha pasado mirando durante todo el juicio.

De las horas transcurridas en Rodalquilar solo hay un testigo: la acusada. Una persona que ya ha mentido y cuyas falacias han sido desmontadas día tras día, jornada tras jornada, con pruebas precisas y contundentes. El lunes tocó el turno de los peritos forenses, quizá el punto clave en todo el proceso, y sin embargo aún hay dudas respecto a qué pasó aquella fatídica tarde.

Para la fiscalía, informe médico en mano, Ana Julia lo aplastó contra el suelo boca abajo . La acusación cree que el niño estaba boca arriba y ella con las rodillas sobre el pecho. Y la defensa sostiene que todo duró apenas un minuto mientras lo aprisionaba contra la pared. A eso hay que añadirle la versión de la propia Quezada: «No recuerdo, no lo sé, estaba muy nerviosa».

Tras siete sesiones de juicio, el ambiente fúnebre se instaló en los pasillos de la Audiencia Provincial de Almería. Los periodistas apretaban los labios mientras tomaban nota, los abogados parecían agotados, incluso los policías que escoltan a Ana Julia tenían los hombros cada vez más caídos. Pero la peor parte se la llevan los nueve miembros del jurado. Siete mujeres y dos hombres requeridos por la justicia para ver fotos que jamás olvidarán , asistir a testimonios con los que tendrán pesadillas y conocer a fondo detalles de un caso tan doloroso que todos desean dar carpetazo.

Y, entre tanto, en ese estado de abatimiento general, Ana Julia Quezada se ha mostrado impasible. Era una estatua de mármol, inmóvil, atenta a la posición de sus dedos entrelazados. Ni siquiera cruzó las piernas, cambió de posición o mostró incomodidad. Ni un bostezo, ni un gesto de frustración, ni un suspiro. Nada. «Ana Julia estaba imperturbable, ajena al estado de dolor de la madre» , dijo la fiscal en referencia a la comparecencia de Patricia Ramírez. Pulso de francotirador, temple de hielo.

La acusación usó su turno para defender su tesis, concordante con la fiscalía pero disconforme en algunos pormenores. Incidió en que Ana Julia quiso desmembrar al niño y se amparó en la validez del informe médico de parte. «Que no les tiemble el pulso», dijo Torres al jurado. «Es una sociópata y volverá a matar a más niños» .

La defensa realizó su trabajo. Hernández Thiel llenó de interrogantes la sala. A todo hecho más que probado le dio un barniz de dudas. Desde su punto de vista, todo fue una «gran chapuza» y cualquiera con sentido común habría actuado de otra forma. Por cuestionar, hasta puso el interrogante en el hacha usada contra la muñeca del menor aludiendo a que no tenía sangre. Y de postre, una sorpresa: petición de aumentar a quince años la condena para su defendida.

La última palabra la tuvo Ana Julia y la usó para pedir perdón. A los padres, a la familia, al mundo y hasta a Dios. Un arrepentimiento envuelto en llanto que tal vez conmueva a esos mismos miembros del jurado que ni la miraban cuando tenían que pasar junto a ella. Ahora es decisión suya si diez minutos de agonía se merecen veinticinco años de prisión permanente revisable .

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