Tiempo de saldos

Nada como la intoxicación para perder el sentido de las proporciones y no reparar en lo que es esencial

Pedro Sánchez, junto a Carmen Calvo y Pablo Iglesias IGNACIO GIL

Álvaro Delgado-Gal

La política española ha ingresado en una etapa de desconcierto frenético. Trazar proyectos, fijarse objetivos, ha empezado a resultar tan desesperadamente absurdo como jugar al ajedrez en mitad de un terremoto: los trebejos se desplazan, pero no porque los mueva nadie sino porque tiembla el suelo. Al día siguiente de las autonómicas catalanas los medios de comunicación abundaron de forma casi unánime sobre el gran éxito obtenido por el Gobierno. Algunos afirmaron incluso que Sánchez había asegurado su estabilidad durante lo que queda de legislatura. Confieso que esto me sorprendió . Si, como es de temer, los separatistas, la CUP incluida, se hacen fuertes en la Generalitat, todo se volverá espinas y abrojos para el huésped de la Moncloa, máxime cuando Iglesias y sus amigos simpatizan más con los rompedores que con la Constitución. En la medida escasa en que se pueda aventurar diagnósticos, lo que se perfila es un caos de contornos difusos: el centro derecha se está descomponiendo, el poder se está descomponiendo, y hay drama pero no hay guion. No sabemos si Hamlet perpetrará su venganza, u Ofelia será nombrada miss Universo.

Cada día trae a cuestas un disparate descomunal. Es increíble que el vicepresidente segundo proponga el control de los medios al tiempo que su portavoz en el Congreso apoya, invocando la libertad de expresión, a los bárbaros que han dejado patas arriba varias calles de Madrid en protesta por el arresto de un individuo incurso en delitos evidentes. O en otro orden de cosas resulta raro, mejor, causa perplejidad, que el presidente del principal partido de la oposición acuerde, como gran respuesta a su traspiés en Cataluña, el traslado a espetaperros de la sede del PP en Génova. ¿Qué intenta intimarnos Pablo Casado? ¿Que rompe con el pasado? ¿Que resurge de las ruinas como Venus de las aguas? Habría sido estupendo que hubiésemos podido llegar a esa conclusión tras atisbar lo que el PP pretende para España. La espantada inmobiliaria del PP invita sin embargo a pensar, como reza el art. 52, en el «cese total o parcial de la actividad» de un comercio: el cliente ve el escaparate vacío, ve los carteles que anuncian la liquidación, y se pone a buscar una tienda alternativa. Bueno para Vox. Por definición, malo para el partido que ocupó el sitio de AP.

Simultáneamente, empeora la situación relativa de España. Hace meses que asistimos a la interminable, incomprensible disputa entre la vicepresidente primera y su ministra de Igualdad sobre derechos adheridos a siglas que solo uno entre mil ciudadanos consigue retener en la memoria. No todo el mundo anda entretenido con simplezas. Draghi, por ejemplo, ha conseguido reducir a la mitad la prima de riesgo italiana. ¿Y nosotros? Nosotros, ¡ay! , somos los europeos a los que toca pagar intereses más altos. Se está hablando, de acuerdo, sobre el monto monstruoso de la deuda y los plazos menguantes que nos separan del instante en que tengamos que enfrentarnos a ella de verdad. Pero se trata de destellos, de ráfagas. La pandemia, el ruido diario y creciente de la vida pública, nos sumen inmediatamente después en una especie de sopor. Parece que estuviésemos borrachos. Y quizá lo estemos.

Nada como la intoxicación para perder el sentido de las proporciones y no reparar en lo que es esencial. Lo esencial es el descrédito creciente, no ya de los partidos, sino de la propia democracia, pese a lo que declara el CIS o consideran oportuno decirse los que experimentan vahídos tan pronto se salen del lugar común. Tan grande se está haciendo ese descrédito, que muchos lo fían todo a que Europa haga por España lo que España no quiere hacer por sí. Iglesias es una caricatura, y no va a derribar nada. Pero los políticos verdaderamente peligrosos nacen con las ocasiones, y aquí están abundando. O nos arreglamos nosotros, o esto no lo arregla ni Dios bendito.

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