Santiago Carrillo, Adolfo Suárez y Felipe González, en un acto en febrero de 1978
Santiago Carrillo, Adolfo Suárez y Felipe González, en un acto en febrero de 1978 - EFE
SÁBADO SANTO ROJO

40 años de la legalización del comunismo español

A las seis de la tarde se comunicó la trascendental noticia, que fue recibida con pasmo por los españoles

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El día 8 de septiembre de 1976, siete meses y un día antes de la legalización del Partido Comunista de España, el presidente Adolfo Suárez se reunió con las cúpulas de los tres Ejércitos para explicarles las líneas maestras de lo que iba a ser la transición política del franquismo a la democracia. Los más altos mandos militares quedaron cautivados por el brillante planteamiento presidencial, que incluía el reconocimiento del Partido Socialista Obrero Español, pero que marcaba una frontera excluyente con el Partido Comunista. Así quedó entendido por los reunidos sin margen para otra especulación.

Sin embargo ese mismo día, un enviado oficioso del Gobierno, el abogado José Mario Armero, se sentaba en el vestíbulo del hotel Commodore de París frente a Santiago Carrillo, secretario general de los comunistas españoles.

El motivo: explorar el posicionamiento del líder marxista respecto al proceso evolutivo de la política española. Una reunión que provenía de una iniciativa del empresario y benefactor del PC, Teodulfo Lagunero, quien el día 25 de agosto de ese mismo año había contactado con Armero para plantearle algún modo de diálogo entre los comunistas y el Gobierno de Suárez. Armero, que entonces apenas conocía al presidente, llamó al vicepresidente, Alfonso Osorio, quien le dijo que sería interesante que hablase con Carrillo y tener ideas sobre su postura y, en general, sonsacarle información.

Armero, hombre de resolutivo entusiasmo, intuyó que aquella misión podría convertirse en la más importante de su vida. Y, tras quedar con Lagunero, éste le fue a recoger al aeropuerto de Niza para llevarlo a su casa en Cannes, «Villa Comète», donde les esperaba Santiago Carrillo. El jefe comunista, que ya vivía clandestinamente en Madrid desde el mes de febrero de ese año sin que las autoridades tuviesen noticia, no pensaba entonces en plantear la legalización de su partido. Exigía su pasaporte español y algún puente con el Gobierno. Armero así se lo comunicó a Osorio y Suárez convocó a los dos en su despacho. En esa reunión el presidente decidió, con el exclusivo objetivo entonces de estar informado, que se estableciera un contacto. Por parte de Suárez sería el mismo Armero, un abogado con bufete abierto, al margen del organigrama político. Y, por parte comunista, Carrillo nombraría a Jaime Ballesteros, hombre importante en el partido, pero de perfil bajo y sin relieve para la Policía.

Acababa de montarse una operación que nadie podía imaginar que, en siete meses, evolucionaría desde un simple planteamiento informativo hasta ser fundamental clave de la transición política española. El presidente Suárez no había mentido a los altos mandos militares, porque ni se le pasaba por la cabeza, en aquel septiembre de 1976, el legalizar a los comunistas. Lo que sucedió es que el realismo político terminaría por imponerse y Adolfo Suárez tendría que desdecirse y desatar una tormenta que, ciertamente, fue explosiva en sensaciones, pero esquiva de consistentes peligros.

Por interés de España

Santiago Carrillo siguió clandestino en Madrid hasta que el 22 de diciembre fue detenido al salir de una reunión del Comité Central de su partido. Fue un momento de gran alivio para él por los peligros de la clandestinidad respecto a alguna fuerza como la que poco después se desataría en el despacho laboralista de la calle Atocha, con el asesinato de cinco abogados. Además, tras unos días en la cárcel -saldría el 31 de enero- le fue reconocido su derecho como español a obtener el pasaporte. El que hasta entonces llevaba era falso y correspondía a un arquitecto francés.

Durante el proceso de conversaciones entre Armero y Ballesteros se llegó a la conclusión de que era necesaria una entrevista entre los dos protagonistas de la historia que se estaba desarrollando. Armero estaba convencido de que la legalización de los comunistas era fundamental para el establecimiento de una democracia convincente en España. Y de alguna manera, sin desatender en absoluto los intereses de «su cliente» Adolfo Suárez, insistía a éste en que era imprescindible que hablara con Santiago Carrillo por el interés de España. Suárez finalmente accedió.

La cita quedó señalada para el domingo 27 de febrero de aquel 1977 a las 16,30 h. El escenario iba a ser la casa de verano de José Mario Armero en Pozuelo. La dirección no la conoció el presidente hasta media hora antes del encuentro. Carrillo, a quien llevó en su coche Ana, la mujer de Armero, no sabía cuál era su destino. Pero estaba absolutamente confiado. Suárez salió de Moncloa en un auto pequeño con Armero y su policía más próximo como conductor. Nadie le vio porque al pasar por la guardia se tapó la cara con las manos como en gesto de cansancio.

Seis horas y media

La conversación entre ambos personajes fue muy cordial. Suárez ya sabía por Armero lo que Carrillo iba a plantearle. Ahora ya sí: la legalización de los comunistas. El presidente estaba de acuerdo, aunque expuso las dificultades que el asunto planteaba en aquellos momentos, a solo quince meses del fallecimiento de Franco.

El hecho de que el presidente Suárez accediese a conversar con Carrillo -durante casi seis horas y media- significaba que la legalización estaba decidida. Y se prepararía con el mismo secreto que aquel primer encuentro. Suárez eligió la Semana Santa con el Gobierno de asueto como buena parte de la sociedad. El primero de abril el Tribunal Supremo se inhibió respecto a la pregunta del Ministerio de Gobernación sobre si procedía legalizar o no al Partido Comunista. Y entonces se utilizó el plan «B»: acudir con la misma petición a la Junta de Fiscales, que se reunió de urgencia el día 9 de abril, Sábado Santo, para determinar, a las doce de la mañana, que no había motivo que impidiera inscribir al Partido Comunista en el Registro de Asociaciones Políticas. Y ese mismo día se inscribió, pese a ser festivo. A las seis de la tarde se comunicó la trascendental noticia, que fue recibida con asombro, incluso con pasmo, por buena parte de los españoles

Sin embargo, pese a los miedos por una reacción militar intempestiva, solamente hubo una sonada actuación: el ministro de Marina, Pita da Veiga, dimitió. Pero no sucedieron mayores consecuencias. Los mandos militares acabaron por aceptar la medida tomada por el Gobierno, con alguna protesta más formal que efectiva. Hubo tensión en ambientes militares y en algunos civiles, aunque el paso de las horas confirmaría que el sobresalto de la noticia no se traducía en acciones violentas. El Consejo Superior del Ejército emitió una nota muy dura: «La legalización del Partido Comunista ha producido la repulsa general de todas las unidades del Ejército». Pero «no obstante, en consideración a intereses nacionales de orden superior, admite disciplinadamente el hecho consumado».

La pieza «maldita»

Carrillo cumplió con las condiciones de Suárez de conseguir que se contuviera la alegría comunista para evitar confundirla con provocación. Y lo más importante: el Partido Comunista debería admitir la bandera nacional, roja y gualda, y aceptar la Monarquía como forma de Gobierno. Y así lo hizo el 14 de abril, irónica y casualmente el día conmemorativo del advenimiento de la República en 1931. Suárez y Carrillo habían ensamblado la pieza «maldita» que le faltaba al sistema democrático por el que se regiría España. Y la Historia les pasaría factura un tanto cruel: a la vuelta de unos años, ambos serían inmolados por sus respectivos partidos.

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