David Gistau

Los hijos de la estrella

David Gistau

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Uno de los regalos que me hizo esta profesión fue la oportunidad de acompañar como cronista a la Selección que lo ganó todo a partir de Austria en 2008. Después de la final de Kiev en 2012, fui consciente del tiempo transcurrido cuando vi que los mismos jugadores que en Viena festejaron haciendo trenecitos y gamberradas divertidas y que subieron al autobús de la rúa en Madrid con cervezas en la mano como si fueran a bailar en un ocaso de Ibiza, en Ucrania eran ya padres de familia que celebraban en el césped con una serenidad apacible, madura, con sus hijos de la mano. Como en la emocionante retirada de Totti en Roma, que no fue la de un hombre, sino la de una familia llorada por toda una ciudad de parientes. La visión era perfecta para determinar un final de ciclo deportivo y biológico. Aquellos tipos tranquilos tendrían que apartarse en algún momento para que los sucedieran muchachos que tuvieran pendiente, no ya la gloria, sino hasta la paternidad. Muchachos a los que no les sonara un Mundial en los detectores de metales de los aeropuertos.

El tiempo, que es así de capullo, ha seguido transcurriendo. En la trayectoria vital de los campeones de Viena a lo mejor hubo ya hasta divorcios y titulaciones en Filología e inquietudes por los primeros síntomas de la alopecia. De hecho, hubo al menos una baja de la que cabe culpar al tiempo, la de Luis Aragonés. Aún quedan en la Selección algunos elementos de los fundacionales: Piqué, Ramos, Busquets y hasta el propietario del empeine que pateó el minuto 116 de Soweto, Iniesta. Pero la visita que nos ha hecho David Villa, el que apura su último hurra en confines donde el fútbol parecen predicarlo evangelizadores, demuestra cuál es el lugar que irán ocupando en la memoria sentimental estos jugadores que lo cambiaron todo y que parecen nuestros veteranos del Día-D. En realidad, aunque uno permanezca en una Liga importante y el otro ande gritando sus últimos goles en la periferia, los aplausos del Bernabéu a Iniesta y Villa son idénticos. Aplausos y afectos que se depositan sobre el hombre cuando éste ya es finitud. Aplausos que el sábado entendieron incluso aquellos que, por edad, llegaron tarde para vivir lo de Soweto, no digamos toda la época anterior de catástrofes y casticismo que obligó a los futbolistas de 2008 a reñir, no sólo con rivales, sino también con una identidad asumida como impedimento cósmico de la victoria. Aquella España no derrotó sólo a Alemania, a Italia o a Holanda, derrotó a su «fátum», lo cual fue más importante por lo que tuvo de liberación de todas las generaciones posteriores que ya no tendrían que volver a convivir con el pesimismo mágico de los cuartos de final. Tendrían, eso sí, que convivir con el peso de la estrella, pero eso es mucho más grato e invita a ser mejor, no peor.

En el equipo están mezcladas ahora dos generaciones, la de la estrella y la de sus epígonos, dirigidas por un técnico que no ha tenido ni que desarmar la Selección campeona. Le llegó extinguida. Después de que la decadencia se hiciera larga en Brasil y Francia, éste es el momento perfecto para empezar a solventar la duda que siempre tuvimos. Si los años de gloria, como ocurre con los encantamientos que caducan con las campanadas de medianoche, sería una excepción histórica vinculada a una generación única. O si aquella experiencia dejaría para el porvenir una Selección distinta en mentalidad y en ambición, con conciencia aristocrática, que ya se comportaría como los clásicos con los que siempre hay que contar. Contra el enemigo íntimo que siempre fue Italia, y con el estallido de chavales de la generación siguiente como Isco, esa duda empieza a solventarse. Aunque sólo lo hará del todo en Rusia donde, en caso de festejo, volveríamos a ver trenecitos. Y eso que Isco ya ha ganado lo suficiente como para decir, en Skopje, que los títulos conseguidos por segunda vez no saben igual. Lo que no sabe igual es no ganarlos nunca.

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