Luis Ojea - Cuaderno de viaje

Principio de racionalidad

Lo mínimo que cabría pedir es que los poderes públicos se ajusten a las normas. Porque nadie en democracia está por encima de la ley. Ni siquera Abel Caballero

La cantidad disponible de agua apta para el consumo humano es limitada y resulta insuficiente para cubrir las necesidades y los usos, tendentes a infinito, que le damos como sociedad. Por tanto, entra dentro de lo que se define como «bien económico». Y cualquier bien económico debe gestionarse racional y económicamente. Esto es, según las reglas del libre mercado. En Galicia no lo hemos hecho. Quizás porque tuvimos demasiado tiempo la desacertada percepción de que el agua era un bien ilimitado. Pero la sequía de este año nos enfrenta a la realidad. Y sería muy conveniente que aprovechásemos la oportunidad para afrontar una cuestión de esta trascendencia desde la racionalidad, lejos de postulados populistas.

El problema es que en la escena política gallega hay personajes como el alcalde de Vigo que son maestros del escapismo. Abel Caballero tiene un talento especial para evadir sus propias responsabilidades y generar conflictos institucionales con otras administraciones. El drama para la ciudad olívica es que los juegos de trileros no arreglan ningún problema. Caballero sabe perfectamente lo que dice la normativa. Y sabe, porque lo defendió frente a los soberanistas catalanes, que el Estado de Derecho se basa en el imperio de la ley. Los poderes públicos deben ceñirse a lo que prescriba la norma vigente. En este caso concreto, prioriza el uso ambiental sobre el industrial. Y ninguna administración puede sustraerse de ese principio. Defender lo contrario es simple demagogia.

Otra cosa es que de cara al futuro se pueda plantear una revisión de esa norma. Que se busquen soluciones racionales y económicas para lo que siempre ha sido un bien económico. Esa es la cuestión. Que el agua nunca debió ser entendida como un «bien común». A pesar de las simplificaciones conceptuales que se le quiera achacar y de lo errado que pueda resultar alguno de los enfoques planteados, Garret Hardin ya nos enfrentó al problema en 1968. «La tragedia de los bienes comunes» sirve para visualizar la inevitable degradación del medio ambiente cuando los individuos usan un recurso común escaso. Simplificándolo mucho y traduciéndolo a este caso, el modelo presagia que los ciudadanos que extraigan agua de un acuífero comunal buscarán maximizar su beneficio, ello acabará derivando en una sobreexplotación del mismo y eventualmente acabará con su destrucción.

La clave está en el porqué. Porque es un bien común. Porque no existen incentivos para que cada uno de los agentes económicos que actúan sobre él traten de garantizar su sostenibilidad. El problema radica en que no se considere el agua un «bien privado». Precisamente porque es un bien básico debería ser privatizado. Frente a la propaganda de los que Hayek llamaba «los socialistas de todos los partidos», según la cual los bienes y sectores estratégicos deben estar dominados y controlados por el Estado, los estudios de F. Segerfeldt ofrecen algunas claves interesantes para entender la privatización como una solución en este ámbito. Es lógico si uno se para a pensarlo. El mercado tiende al equilibrio. La fijación de precios evita ineficiencias y derroches, maximiza el aprovechamiento de un bien escaso y garantiza que se destine a los usos más rentables.

Pero ese tipo de reflexiones resultan extravagantes en culturas políticas como la nuestra acostumbradas a la asfixiante intervención pública en cualquier esfera de la vida. Por ello, yendo a lo práctico, lo mínimo que cabría pedir es que los poderes públicos se ajusten a las normas que dictan. Porque nadie en democracia está por encima de la ley. Ni siquiera Abel Caballero.

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