Maestro Achúcarro

Crítica del concierto de la ONE con el gran pianista, que ha cumplido 85 años

ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Joaquín Achúcarro ha cumplido 85 años el 1 de noviembre. Es justo que su andar sea ahora algo más prudente, que su figura se encorve y que apacigüe la música. Ha adquirido la apostura del venerable de manera que lo fácil sería imaginarlo cómodamente sentado, disfrutando del recuerdo y quizá, por aquello de seguir despierto, reflexionando sobre cómo resolver tal o cual detalle antes de acercarse al teclado para tantearlo. A los espectadores les deslumbra que la realidad sea muy distinta. Admiran que la carrera del pianista mantenga un afán batallador y sin descanso desde que ganara el concurso de Liverpool en 1959, siempre recorriendo el mundo en defensa de la música española pero, sobre todo, de un repertorio internacional en el que jamás se ha instalado lo acomodadizo ni lo fácil. En Dallas, a donde acuden alumnos de todos los lugares, le adoran; en los mismos Estados Unidos, y en buena parte del mundo, se hizo fuerte y «sigue flotando». La expresión es propia y señala lo fácil que puede ser llegar y lo difícil que es mantenerse. Buena parte del éxito de Achúcarro radica en la seguridad, en la integridad personal y en la calidad de interpretaciones que siempre tienen un plus de elegante sensatez.

Este fin de semana, la Orquesta Nacional de España ha querido recordar el cumpleaños de Achúcarro. Lo anunció en el avance del curso aunque luego el programa de mano nada diga e incluso relegue su presencia a una posición secundaria con una foto que es la mínima expresión frente al apabullante retrato del director musical de la sesión, Pedro Halffter Caro. No es de extrañar que más de uno se sorprendiera cuando, al final del concierto del viernes, se le entregó a Achúcarro un formidable ramo de flores mientras la ONE le dedicaba el «Cumpleaños feliz» . La ceremonia pilló por sorpresa, a tenor de los comentarios que se escuchaban, y no tenía que haber sido así. De hacerlo bien, el aplauso del Auditorio Nacional de Música, puesto en pie, habría sido definitivo y no sólo antológico. Porque a Achúcarro se le tiene respeto y cariño. Se le admira por esa sabiduría y encanto musical que quedó en el aire en una compleja sesión no exenta de imperfecciones.

Se decía que Achúcarro no estaba pletórico. De ahí que la cabeza a veces divagara y los dedos se equivocaran. Pero es que además el maestro Halffter Caro tuvo un día de muy poca fortuna, ofreciendo una versión de los dos conciertos de Ravel, reunidos en la primera parte del concierto, tan escasa de personalidad como llena de inexactitudes. En el primer movimiento del concierto en sol ya hizo presagiar un mal escenario, con la Orquesta Nacional completamente desfigurada ; luego el tercero se desarrolló con dificultad y continuos desencajes. Tampoco en el concierto para mano izquierda la cosas fueron mejor porque faltó firmeza en el gesto, afirmación rítmica, claridad en los planos, precisión, un fluir suficientemente expansivo y elocuente.

Las dificultades era obvias. Los conciertos de Ravel, aun encajando muy bien en esa especie de carrera de fondo que es la biografía de Achúcarro, son dos obras expresivamente muy distintas. Pero es que, además, se hacía necesario respirar al lado del pianista en un día emocionante. Queda el arranque del segundo movimiento del concierto en sol, balanceando el compás de manera singularísima, cantando con concentrada amplitud. Y fuera de programa, la mera exposición de «El claro de luna» de Debussy, un regalo que permanece por la pureza del sonido, mínimo aunque vibrante, la parsimonia en el decir, el punto de pudor, la minuciosidad del detalle. Lo explicaba Ravel: «No hace falta abrirse el pecho para demostrar que se tiene corazón».

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