EL GARABATO DEL TORREÓN

Recuerdo de Raymond Carr

Los verdaderos sabios son aquellos que no permiten que su brillo intelectual deslustre su calidad humana

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Con omisión o cicatería: así han tratado los periódicos gallegos la noticia de la muerte de sir Raymond Carr, el más importante de entre los más importantes hispanistas británicos del siglo XX, profesor en Oxford, premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales, sabio ajeno a toda vanidad, maestro generoso, extraordinario tipo humano.

Raymond Carr falleció el pasado 20 de abril y a uno le habría gustado leer en la sección de «cultura y afines» de algún periódico gallego siquiera un breve recuerdo de sus visitas a Galicia. En la provincia de Lugo, que es lo que al cronista toca de cerca, estuvo al menos tres veces, una en la capital y dos en Ribadeo, lugar de residencia vacacional (y ahora ya jubilar) de su discípulo John Rutherford, también profesor, también hispanista ilustre, también hombre sabio, cordial y ajeno por completo a vanidades y ufanías.

De la visita a la capital de la provincia, en julio de 1979, algo podría contar el cronista, a quien Raymond Carr hizo el honor de dejarse invitar en su casa, en una cena inolvidable, y en cuya compañía visitó, al día siguiente, Santa Eulalia de Bóveda. Completaba por entonces el profesor Carr la ampliación de su imprescindible España 1808-1939, que acabó, como se sabe, convertida en España 1808-1975 merced a la incorporación del periodo franquista, ausente, por razones obvias, de la inicial redacción. Junto con su esposa, la encantadora Sara Strickland, se hospedó aquel inolvidable fin de semana en una modesta pensión, al lado de la catedral. De buena gana, el matrimonio se habría quedado en Lugo un par de días más, tanto fue lo que les cautivó esta ciudad, gris incluso en los días de plenitud canicular pero siempre acogedora y amable. Otro compromiso, sin embargo, ajeno por completo a cualquier barniz académico, requería su presencia inexcusable en Mugardos: había que visitar a la madre de la asistenta doméstica, una de tantas mujeres gallegas que habían tenido que emigrar para ganarse la vida. Entendí entonces que los verdaderos sabios son aquellos que no permiten que su brillo intelectual deslustre su calidad humana.

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