Nicola Sturgeon, tras votar en el referéndum británico sobre la UE en 2016
Nicola Sturgeon, tras votar en el referéndum británico sobre la UE en 2016 - AFP

Nicola Sturgeon, la independencia de Escocia como obsesión

Afiliada al SNP desde los 16 años, ha puesto en jaque al Reino Unido con otro referéndum

LONDRES Actualizado: Guardar
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En mayo de 2017, Nicola Sturgeon se convirtió en la viceprimera ministra de Escocia. De inmediato asumió una agenda extenuante, mayor incluso que la de su jefe Alex Salmond, un fanático de la hípica y más vitalista. El 3 de enero de 2011 se conmemoraba el cuarenta aniversario de la mayor tragedia del fútbol escocés, la del estadio de Ibrox Park: 66 seguidores de los Rangers muertos en una montonera. Sturgeon representó al Gobierno escocés en la ceremonia. Apareció vestida de luto, con un rostro triste, a ratos dolorido, y extremadamente pálida.

Cinco años después reveló la verdad de aquella jornada, su drama personal: aquel día había sufrido un aborto y perdió al bebé que esperaba con su marido y compañero de filas, Peter Murrell, seis años mayor que ella y secretario de organización del Partido Nacionalista Escocés (SNP).

«¿Si no hubiese perdido el niño sería ahora primera ministra? Quiero creer que sí, pero la verdad es que no lo sé».

Sturgeon, una izquierdista que se declara feminista, destapó su historia enojada por un reportaje de la revista laborista «New Statesman» sobre los pocos hijos de las políticas británicas (el 45% de los diputados son padres, frente a solo un 28% de las diputadas). La revista dibujaba en portada a Merkel y May, que no han sido madres, embarazadas de una urna. Aquella revelación permitió un inusual atisbo en la privacidad de una mandataria que cierra su intimidad como una ostra.

Esta semana la primera ministra escocesa, de 46 años, ha puesto en jaque al Reino Unido con su exigencia de un segundo referéndum de independencia, que quiere que se celebre entre otoño de 2018 y la primavera de 2019, antes de que se complete el Brexit. Theresa May se niega: «Ahora no es el momento». El Número 10 no admite una consulta hasta que el Reino Unido haya dejado la UE, pero no lo excluye después, porque los acuerdos constitucionales británicos, distintos a los de España, prácticamente le obligan a permitirla.

Arranca una dura y fascinante liza política entre dos mujeres diferentes, pero tal vez no tanto. Sturgeon y May, las adversarias que se jugarán la integridad del Reino Unido en los próximos tres años, comparten la condición de «workaholic» (adictas al trabajo) y de «control-freaks» (todo debe pasar por su mano). Ambas están muy unidas a sus maridos, un financiero de la City y un alto burócrata del SNP, que a su vez tienen en común que son bastante más risueños y extrovertidos que sus tímidas esposas. Ambas mandatarias guardan gran porte institucional y son testarudas y de idearios rocosos. También sensibles cuando toca.

Ahí acaban los parecidos. May, de 60 años, hija de un reverendo anglicano, es creyente y se educó en los valores de una Inglaterra eterna y semi rural. Es una mujer alta, de hueso fino, a la que le encanta la moda moderna de Londres. Estudió Geografía en Oxford, ejerce de patriota británica y enfatiza la importancia de «nuestra preciosa unión».

Sturgeon es «working class» pura, criada en un bloque de protección oficial de Glasgow, hija de un electricista y de la enfermera de un dentista, con ancestros ingleses por parte materna. Estudió derecho en su ciudad y trabajó un tiempo como abogada, pero la política abdujo su existencia desde adolescente. A los 21 años ya se presentó sin éxito a la Cámara de los Comunes y a los 28 era diputada en Holyrood, el Parlamento escocés. En realidad es una «apparatchick» del SNP, donde encontró incluso a su único novio y hoy marido, con el que se casó por lo civil. Profesa el independentismo como una religión.

Odio a Thatcher

Nicola es una mujer bajita, fiel a los tacones de vértigo para compensar, y compacta. Un poco cabezona, física y políticamente, y buena oradora: clara, rotunda, convincente. Le gusta vestir con formales trajes chaqueta de colores vivos, al estilo de lo que podríamos llamar «pop Windsor», aunque sus faldas son más cortas y ceñidas que las de la soberana. Lectora compulsiva, en fútbol es seguidora lejana del Ayr United y la enganchó la serie danesa «Borgen». Con su marido solía veranear en el Algarve, en un apartamento de los padres de él.

Con solo 16 años se afilió al SNP. ¿La razón? Su confeso odio a Margaret Thatcher, «la motivación de toda mi carrera política». La modernización económica del thatcherismo forzó la reconversión de la obsoleta industria pesada escocesa, algo que la jovencísima Sturgeon vivió como una afrenta que la ha marcado, sin reparar en si era necesaria o no.

Aunque el partido hegemónico en Escocia era entonces el laborista, la izquierdista Nicola eligió el nacionalismo, porque siendo aún una chiquilla llegó a la convicción de que «la independencia era lo mejor para nuestro futuro». Esa obsesión explica su empecinamiento en otra consulta, cuando no se han cumplido tres años de la derrota por diez puntos en la anterior, que ella misma había asegurado que zanjaría el debate «para una generación». Como justificación alega que en Escocia ganó la permanencia en la UE por 62%-38%, «por lo que tenemos derecho a poder elegir entre el Brexit duro de los tories y la independencia».

Sturgeon escamotea a los escoceses el crucial detalle de que la Escocia independiente tendría que ponerse a cola para entrar en la UE. España, Italia y Bélgica, con problemas de separatismo, la vetarían. Las cuentas de la independencia no salen, y cada vez menos: la caída del precio crudo ha dejado al hipotético nuevo país sin su principal activo, las menguantes bolsas de petróleo del Mar del Norte. Sin el pulmón inglés, el déficit se tornaría ingobernable. Además, la realidad es que las empresas escocesas venden cuatro veces más al resto del mercado británico que a la UE.

Ayer Sturgeon clausuró en Aberdeen el congreso del SNP, que es ya el tercer partido en afiliados del Reino Unido. El referéndum de 2014, aunque perdieron, disparó la militancia: de 25.000 a 120.000. Al calor de los suyos, y con bastante voluntarismo, advirtió a May que «la voluntad del Parlamento de Escocia debe prevalecer y prevalecerá». El martes y miércoles se debatirá en la cámara de Holyrood la propuesta para reclamar a Londres la segunda consulta. El SNP, que no tiene mayoría absoluta por dos diputados, la sacará adelante con los verdes. «Desde entonces el referéndum ya no será una cosa mía o del SNP, será la voluntad del pueblo escocés», proclamó Sturgeon con tono épico.

No está claro que sea como ella lo cuenta. Las últimas encuestas locales reflejan que solo cuatro de cada diez escoceses demandan un segundo referéndum y también anticipan una nueva derrota del separatismo (52%-48%). No había clamor alguno en la calle. Una vez más, el independentismo se ha fomentado desde el poder, a golpe de propaganda oficial, por obra de un SNP que solo se dará por satisfecho el día en que las urnas rubriquen su anhelo. Tampoco se sostiene que sea beneficioso abandonar la quinta economía del mundo, un Estado de 64,1 millones de habitantes que cuenta con la locomotora de Londres, para fundar uno nuevo de 5,2 millones, que no se sabe ni qué divisa tendría. Pero el sentimentalismo nacionalista no se detiene en razones.

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