Francisco de Andrés

No es el petróleo

Mientras Irán y Arabia Saudí se enseñen los dientes, EE.UU. e Israel respirarán tranquilos

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La retórica incendiaria y las escaramuzas teledirigidas por Irán estos días en Oriente Próximo ponen, en apariencia, en alerta máxima a los Estados Unidos, pero en realidad favorecen la estrategia de fondo de Washington. No solo porque justifican su presencia militar en el área sino por otras razones más bien inconfesables. Con sus últimas provocaciones bélicas, Irán pretende mostrar músculo militar y amedrentar a su principal rival en la región: Arabia Saudí. Y mientras el régimen de los ayatolás y la monarquía de los Saud se enseñen los dientes –en directo, o por poderes en las guerras de Yemen y de Siria– tanto Washington como su principal aliado en la región, el Estado israelí, pueden respirar tranquilos.

La hostilidad entre Irán, potencia del islam chií, y Arabia Saudí, pulmón del islam mayoritario, suní, va más allá de las diferencias políticas y el pulso por la hegemonía regional. Sus diferencias entroncan con la rivalidad religiosa, que comenzó poco después de la muerte de Mahoma en el siglo VII por un problema hereditario. El gran mufti de Arabia Saudí ha llegado a decir recientemente que «los iraníes no son musulmanes», cumplido devuelto con celeridad por el imán Jamenei, que afirmó que «la perversa y malvada casta saudí no merece dirigir los lugares sagrados» de la Meca y Medina.

Estados Unidos se apoya en Arabia Saudí en el pulso con Irán porque no puede olvidar el desgraciado y aún sangrante episodio de la toma de rehenes norteamericanos en Teherán tras la llegada de Jomeini. Pero en realidad podría estar perfectamente en el campo contrario: apoyando a Irán en el choque de este con Arabia Saudí. Por un lado porque el chiísmo está mucho más próximo a la civilización cristiana que cualquier sunismo de corte radical, en particular el wahabí de Arabia Saudí. Y por otro porque si un conflicto armado llegase a poner en peligro el mercado de petróleo a través del estrecho de Ormuz, las consecuencias para la economía de EE.UU. –convertido ya en primer productor de crudo del mundo– serían incluso positivas.

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