Éxodo rohingya a ninguna parte

Hacinados en campos que ya son auténticas ciudades de chozas, los refugiados lamentan su condición de parias globales

En su choza del campo de refugiados de Kutupalong, el rohingya Mohammad Jalil enseña un documento de Birmania donde reza que es un musulmán de Bangladés, ya que se les niega la ciudadanía Pablo M. Díez
Pablo M. Díez

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Con los ojos idos como posesos, la multitud se abalanza desesperada sobre los puestos del reparto de comida. Impotentes, los soldados intentan frenarlos a palos con cañas de madera entre el polvo que levantan sus carreras. Llorando bajo un sol abrasador, los niños esperan en cuclillas a que les permitan llenar sus platos con un puñado de arroz.

Por si no tenía bastantes problemas, Bangladés , uno de los países más pobres del mundo, está desbordado por la llegada desde finales de agosto de 620.000 refugiados de la etnia musulmana rohingya (pronúnciese rojinga), que huyen de la persecución religiosa en la budista Myanmar (nombre oficial de la antigua Birmania). Una riada que se suma a los 400.000 rohingyas que, tras huir en años anteriores, ya vivían hacinados en los campos de refugiados en la frontera entre ambos países, en el distrito turístico de Cox´s Bazar.

Entre el barro del monzón en verano y el polvo de la estación seca en invierno, dichos campos ya se han convertido en auténticas ciudades de chozas de bambú cubiertas por lonas de plástico para quienes lo han perdido todo. Como Mohammad Jalil , que a sus 24 años se ganaba la vida como tratante de pescado en el vecino estado de Rakhine (pronúnciese Rajáin).

Mientras la mayoría de los rohingyas subsisten de la agricultura y apenas pueden salir de sus pueblos, él se sacaba al mes unos 60.000 kyiat (37 euros) tras sobornar a la Policía para que le dejaran hacer sus negocios. «Pero, como soy musulmán, los budistas se aprovechaban de mí y no me permitían que vendiera mi pescado y mis cangrejos en Bangladés, donde podía ganar más», se queja de la discriminación que sufren los rohingyas en Birmania, que no les concede la ciudadanía. Aunque su familia lleva viviendo en este país todas las generaciones que recuerda, nos enseña su documento de identidad expedido por las autoridades birmanas, donde reza que es «musulmán de Bangladés».

«Solo por ser rohingyas, no nos autorizan edificar casas con ladrillos y hemos de vivir en chozas de madera, ni podemos tener un coche o una moto, ya que el Ejército nos los quita», denuncia su condición de paria. Pero, por muy mal que estuviera antes, todo se volvió mucho peor el 25 de agosto, cuando la ofensiva de una guerrilla rohingya contra el Ejército birmano desató una brutal represalia contra los poblados de esta minoría, quemados por los militares. Ahora, Jalil, su mujer y cuatro hijos comparten una choza con otra familia en el campo de Kutupalong y dependen de la ayuda humanitaria.

Falta de condiciones higiénicas y sanitarias

«No nos quieren allí, nos atacaron para que nos fuéramos», cuenta otro rohingya, el campesino Abu Bakar Siddik , que también huyó con su esposa y tres hijos tras el asalto en septiembre a su aldea, donde «muchos muertos». Tras escapar con lo puesto y caminar una semana ocultándose en la jungla, comiendo lo que les daban otros refugiados o incluso hojas de los árboles, salió del país en un barco de pescadores bangladesíes. «Con la anterior Junta militar o con el nuevo Gobierno civil, ser musulmán en Birmania es un infierno», se lamenta colocando unos plásticos sobre el techo de su cabaña.

En la choza de al lado, Hafeza Khatun , que tiene 50 años pero aparenta 70, nos llama para enseñarnos los bultos que le han salido en el pie izquierdo, que le impiden caminar desde que llegó al campo hace tres meses y todavía no ha visto ningún médico. «Uno de los principales riesgos es la falta de condiciones higiénicas y sanitarias, por lo que hemos construido 40 letrinas, 15 duchas y 70 espacios para mujeres», explica en el campo de Moinnerghona el español Óscar Meseguer, jefe del equipo de saneamiento de la Cruz Roja.

Pero no todos los refugiados sufren tantas calamidades. En solo un par de meses, Abdur Sukkur , un tendero de 38 años, se las ha ingeniado para montar un puesto donde vende agua, pan, huevos, ajos, cebollas, refrescos… Con el dinero que consiguieron sus siete hijos trabajando en los mercados de un pueblo cercano, ha hecho esta inversión para abrir un nuevo negocio que le permita ganarse la vida en el exilio.

Aunque Birmania y Bangladés acordaron la semana pasada la repatriación de los refugiados , su vuelta está por ver por la falta de detalles y por el miedo de los rohingyas. Mientras los hombres rezan en mezquitas improvisadas bajo toldos, los niños que abundan en los campos se bañan en las fuentes ajenos a este éxodo a ninguna parte.

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