Un año desde el 13 de noviembre: «Me olvidé de que estaba en París, porque parecía Bagdad»

Los atentados terroristas contra la capital francesa provocaron la muerte de 130 personas y dejaron 496 heridos. Tres comandos Daesh perpetraron los ataques contra el Estadio de Francia, varios bares y la sala de conciertos Bataclan

MADRID Actualizado: Guardar
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El frío modesto, el respiro de la lluvia y un evento deportivo se habían aliado la noche del 13 de noviembre para llenar los bares de París. Las terrazas del centro, desde el canal Saint-Martin hasta el bulevar Voltaire, acogían el alboroto joven y noctámbulo de la capital. El griterío del Estadio de Francia quedaba lejos. Ese viernes, las selecciones de fútbol francesa y alemana disputaban un encuentro amistoso en el campo, construido en el barrio de Saint-Denis, en la periferia norte. Una noche sin sobresaltos. Una noche «como cualquier otra», según recordaría Omar Dmoughi, un marroquí de 32 años, a la prensa. El guardia vigilaba en la puerta G el paso de los asistentes impuntuales. Manuel Colaço, que cenaba cerca de allí, debió de verlos llegar.

Unos aficionados de Reims habían insistido para que este hombre, un chófer jubilado y enamorado del balompié, hiciera una excepción y los llevase al partido. La calma de lo cotidiano precedía a la violencia.

Mientras el encuentro seguía empatado a cero, el primer comando del grupo terrorista Daesh llegó a los alrededores del Estadio de Francia. Bilal Hadfi, Ahmad Al-Mohammad y Mohammad Al-Mahmud pretendían entrar en el campo, activar sus cinturones explosivos e inaugurar la cadena de atentados que arrasarían París esa noche. Al-Mohammad y Al-Mahmud tenían pasaportes sirios falsos. Ambos, en realidad iraquíes, habían accedido a Europa a través de la ruta de los refugiados, como luego señalaron las autoridades griegas, que habían registrado sus nombres en la isla de Leros el 3 de octubre. Hadfi era distinto. El chico, un joven belga, había iniciado su proceso de radicalización en 2014. Este estudiante de electricidad, forofo del fútbol, bebedor y amante del hachís, había sustituido aulas, deporte y vicios por los rigores del yihadismo en Siria, donde había viajado en 2015. Antes había justificado el asesinato de los dibujantes de «Charlie Hebdo».

Las gradas del Estadio de Francia estaban a rebosar. Alrededor de 80.000 personas se agolpaban en ellas, mientras que en la tribuna el presidente francés, François Hollande, contemplaba el encuentro junto al ministro alemán de Asuntos Exteriores, Frank-Walter Steinmeier. Millones de espectadores veían el encuentro desde sus casas. Los terroristas, que querían causar una matanza retransmitida en directo, no esperaban imprevistos. Y por eso fallaron.

Descubierto por un vigilante, Al-Mohammad se hizo explotar frente a la puerta D del campo a las 21.19 horas. La detonación se escuchó en el campo, pero los aficionados la achacaron a una «bombe agricole», un artefacto de fabricación casera típica en los disturbios deportivos. Más avispado, Dmoughi comprendió de inmediato que algo no iba bien: acababa de ver cómo un camión, situado junto a un café, se había agitado por culpa de la onda expansiva. «La puerta estaba abierta, se podía entrar, y esa iba a ser la carnicería», pensó, comprendiendo que su misión consistía en «evacuar a la gente» lo más rápido posible. Apenas tuvo tiempo, y los acontecimientos se precipitaron: completamente solo, el guardia avistó instantes después a un hombre «de 23 o 24 años» mirándole a los ojos, y que caminaba hacia la entrada. A pesar del miedo, comenzó a increparle:

—¡Deténgase! ¿¡Dónde va!? ¿¡Dónde va!? ¡Hágase a un lado!— le exigió.

No lo logró. Cuando el reloj marcaba las 21.22 horas, un segundo terrorista, Al-Mahmud, «dio dos pasos hacia atrás e hizo explotar su cinturón». A pocos metros, el chófer jubilado Manuel Colaço agonizaba ante la mirada de Dmoughi, rota desde entonces por una mente hecha añicos: «Estaba partido en dos. Me pedía que le ayudara, y no podía… no era capaz de andar. Le veo todo el tiempo. Le veo cuando duermo. Incluso le veo ahí delante, frente a mí», declaró a la comisión parlamentaria que investigó los atentados, ya interno en el hospital psiquiátrico de Percy. El estadio siguió a lo suyo. Sobre el césped, el lateral de la selección francesa Patrice Evra hizo un pase con una mezcla de despiste e inquietud, como si súbitamente un pensamiento desagradable le hubiera impedido retener la pelota. Quizá fue un presentimiento.

«París parecía Bagdad»

La muerte de Colaço solo fue la primera. El segundo comando terrorista inició sus ataques dos minutos más tarde, a las 21.24 horas. Abdelhamid Abaaoud, Chakib Akrouh y Brahim Abdeslam, tres jóvenes belgas de ascendencia marroquí, habían decidido atentar contra las terrazas de París. No habían elegido los lugares al azar. Los alrededores de la plaza de la República o el bulevar Voltaire acogen bares frecuentados por gente joven. Los barrios son conocidos por el ambiente alternativo que reina en ellos. Esa noche, los ataques comenzaron en Le Petit Cambodge y Le Carillon, junto al canal Saint-Martin: «Son bares populares. Muy baratos, muy familiares y que haces un poco tuyos. Lugares para reencontrarse con los amigos», explica L. C., una vecina, a este periódico. En esa ocasión, los terroristas emplearon un coche negro para trasladarse hasta sus objetivos, disparando con fusiles de asalto kalashnikov, un tipo de arma automática, resistente y fácil de encontrar en el mercado negro.

¿Quiénes componían el segundo comando? Abdelhamid Abaaoud había entrado en las filas de Daesh en 2013. Hijo de un inmigrante, su padre había cambiado Marruecos por Bélgica cuatro décadas atrás, asentándose en el distrito bruselense de Molenbeek como pequeño comerciante y brindando, gracias a su negocio, una vida acomodada a su familia. Abaaoud había conocido en ese barrio a sus amigos Brahim y Salah Abdeslam, que esa noche participaban junto a él en los atentados. Con delitos menores a sus espaldas, Brahim, un joven aficionado al rap, había tenido que cerrar el bar que detentaba en Bruselas junto a Salah, su hermano, por tráfico de drogas. Chakib Akirouh, el tercer miembro del grupo, también había pasado una temporada en Siria en 2015.

«Estaba en un concierto cuando llegaron unas chicas, que venían tarde, y dijeron que había pasado algo en París. Te imaginas un atraco a un supermercado, pero no eso», recuerda L.C., que como tanta gente joven disfrutaba del viernes junto a sus amigos en un bar de Jaurès, en el noreste de la ciudad. Se libraron de milagro. Un imprevisto había hecho que el grupo, que en principio iba a cenar en un restaurante del canal Saint-Martin, cambiara sus planes y fuera a otro local, aún así muy cercano a los atentados: «Mi madre me llamaba histérica y llorando, y me informaba de lo que pasaba. Cuando empiezas a ver que la gente está inquieta, que la música se para, que el camarero sale y grita ‘¡todos para adentro!’ mientras estás fumando fuera…», cuenta.

Las primeras noticias llegaban con cuentagotas al bar, pero el instinto de supervivencia afloraba de inmediato. Los clientes comenzaron por alejarse de las ventanas, conscientes de que estaban expuestos a llevarse un tiro. Reinaba el pánico: «Abrí la puerta y salí a asomarme. Me olvidé de que estaba en París. Parecía Bagdad. Una chica se cayó al suelo con las rodillas sangrando, con el pelo en la cara, chillando. Los coches se saltaban los semáforos. Había militares. Los taxis estaban en rojo, los semáforos estaban en rojo… Todo iba muy rápido, y era muy caótico. Y la gente gritaba, lloraba», explica L.C.

El comando continuó su andadura hacia la plaza de la República, donde atentaron contra la pizzería Cosa Nostra y la cervecería La Bonne Bière. Luego siguieron hacia el bulevar Voltaire, disparando contra el bar La Belle Équipe. En el Comptoir Voltaire, otro restaurante, Brahim se hizo explotar, aunque no causó víctimas. Un vídeo filtrado muestra que el terrorista entró al local, agachó la cabeza, cubrió sus ojos con una mano y detonó el cinturón. Desapareció. Corrían las 21:40 horas. Un total de 40 personas habían perdido la vida, y el asalto contra Bataclan acababa de empezar.

«Besa al diablo»

Llamada así en honor a una opereta del compositor Jacques Offenbach, la sala de conciertos Bataclan se ubica en el bulevar Voltaire. C.G., una vecina de París, lo recuerda: «Estuve por un concierto de un grupo que se llama ‘Death Cab for Cutie’ en 2008. Era relativamente pequeña, en hemiciclo, con dos alturas y una pista». Su fachada, un pastiche de la arquitectura china, contrasta por su colorido con los edificios circundantes, de tono arcilloso. ABC pudo contemplarla en agosto. El interior del edificio seguía en obras. La mirada triste de un transeúnte revelaba que la huella de la violencia no había desaparecido de sus muros.

La noche del 13 de noviembre, Bataclan albergaba un concierto del grupo estadounidense «Eagles of Death Metal», conjunto encabezado por el vocalista Jesse Hughes. Sureño, pelirrojo y provocador, el cantante entonaba «Kiss the devil» («Besa al diablo») cuando el tercer comando terrorista irrrumpió en la sala: Samy Amimour, Ismael Omar Moustefai y Foued Mohammed-Aggad no solo llevaban fusiles, sino también cinturones explosivos. Los disparos comenzaron cuando sonó la última nota de la canción. «Casi como una sincronía diabólica», según describió el vocalista a la prensa. El asalto se iba a prolongar durante horas, aunque lo que ocurrió en el interior todavía suscita dudas y resulta polémico. Los testimonios recogidos por la comisión parlamentaria que investigó los atentados hablan de torturas a los rehenes. Otras fuentes lo niegan.

Sí es seguro que los terroristas habían coincidido en Siria en 2013. Sus biografías no eran muy distintas de las de sus antecesores. Samy Amimour había crecido en las afueras de París, y había trabajado como conductor de autobuses urbanos durante más de un año. Ismael Omar Moustefai también había crecido en una región del sur de la capital. Su adolescencia había estado marcada por un rosario de detenciones por delitos menores. Originario de Alsacia, de un pequeño pueblo de Estrasburgo, Foued Mohammed-Aggad era «un chico adorable», según su madre, pero con brotes inesperados de ira.

Cuando el tercer comando entró en Bataclan, el caos ya se había apropiado de París. «Salí a la calle y me sentí desprotegida. La veía muy grande, como si estuviera muy expuesta. No sabía si mirar hacia atrás, hacia la derecha o a la izquierda, y tenía la sensación de que podía morir de repente», recuerda L.C. La joven decidió finalmente abandonar el bar, junto a otras personas, para refugiarse en casa de un amigo: «Nos subimos en autobús y todo el mundo iba agachado para no estar a la altura de la ventana». Aunque lo peor llegó al día siguiente, cuando la tensión de la noche dejó paso a la conciencia: «No dormí bien. Luego empezamos a hablar, a llamar a las familias. Un chico empezó a mirar vídeos y me puso uno de la sala Bataclan. Cuando vi a la gente arrastrando cuerpos por el suelo, empecé a llorar desconsoladamente». A.A., otro joven residente en París, tampoco concilió fácilmente el sueño: «Me encerré en mi cuarto a leer noticias hasta las tres de la mañana».

El asalto contra Bataclan terminó pasada la medianoche, cuando las fuerzas del orden decidieron intervenir en el edificio. Finalmente 90 personas habían muerto en su interior.

La fuga

Todavía quedaban cabos sueltos. Bilal Hadfi, el tercer terrorista del Estadio de Francia, se hizo explotar junto a un McDonald's próximo al campo a las 21.53 horas. No hubo víctimas. El conductor que había acercado a su comando hasta las inmediaciones, Salah Abdeslam, estaba desaparecido. En realidad, su noche había acabado en un portal del sur de París, donde había fumado hachís junto a unos adolescentes que seguían atentos las últimas noticias sobre los atentados. Todavía llevaba encima su chaleco explosivo. A la mañana siguiente, unos amigos le llevaron hasta Bruselas, donde consiguió esconderse de la policía hasta el pasado mes de marzo. Abaaoud y Akirouh, que habían participado en el asalto a las terrazas, no lograron dar esquinazo a los agentes durante tanto tiempo. El miércoles 18 de noviembre, las fuerzas de seguridad francesas rodearon un edificio de Saint-Denis, el mismo barrio del Estadio de Francia. La operación culminó con un tiroteo en el que ambos murieron. Los dos planeaban nuevos atentados en la capital.

La noche del 13 de noviembre, 130 personas fueron asesinadas en París. Un total de 496 resultaron heridas.

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