Charles de Gaulle: el hombre que venció a Hitler

Presidente de la República Francesa de 1958 a 1969

De Gaulle, leyendo uno de sus famosos discursos a los franceses ABC
Gabriel Albiac

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«¿Touvier? Doce balas en la tripa». Puede que ningún otro manifiesto haya sido, en la excepcional vida de Charles de Gaulle (1890-1970), tan moralmente definitorio como ese exabrupto, en el cual imperativo ético y norma de derecho quedan contrapuestos inconciliablemente. Porque quien habla en ese 1963 para preterir la ley ante la moral es el garante supremo de la ley: el presidente de una República que él ha fundado en 1958. Y el otro, aquel al cual fulmina, es una basura humana: Paul Touvier , torturador y asesino, jefe de la milicia nazi en Lyon, allá donde los crímenes alemanes fueron más atroces. El Presidente debía, en rigor, plegarse al imperio de la ley. Lo hizo. Pero nada le impidió expresar su sentir moral: «¿Touvier? Doce balas en la tripa», expresa un dilema ético insoluble. Y la grandeza del hombre que rechaza someterse a la prudencia exigida por su cargo está en saberlo: la verdad que la moral exige no ajusta siempre con las leyes.

El 30 de septiembre de 1958, ABC se hizo eco de la victoria del referéndum apoyando la Constitución en la que se fundamenta la V República francesa, impulsada por el general De Gaulle.

Touvier murió en la cárcel. De su primer encuentro con el General, André Malraux transcribe este destellante cruce verbal. Son dos resistentes que se conocen tras la victoria. Y el mismo enigma los desasosiega: «¿Qué es lo que más le impresionó a usted al volver a pisar París?», pregunta el escritor. Y el militar responde: «La mentira». Puede que no haya un retrato más nítido de Charles de Gaulle, ese hijo de familia monárquica que salvó a la República Francesa. El hombre que jamás rendirá cuentas a otra cosa que a Francia –no a los franceses, insiste Malraux; a Francia– asume así la carga imposible para un político: la verdad, que solo cuadra a la dimensión sagrada de la nación. «¿Touvier? Doce balas en la tripa» . Un político jamás hubiera formulado eso. Un político se hubiera acogido al silencio. Pero, para el General De Gaulle, eso hubiera sido mentir. No a las instituciones, no a los hombres. Mentir a esa Francia que era, para él, el único interlocutor de un presidente. Y ese mentir, el General no lo practicó nunca. Para bien y para mal de su legado. Un político que no miente es un oxímoron. El referéndum era, en la cabeza de De Gaulle, recurso para atenuar la paradoja: allá donde las decisiones presidenciales sugiriesen rechazo, ponía su cargo en juego. Con la esperanza de que el ciudadano basculase del lado de la nación: o sea, de él. Al final, el ciudadano dejó de reconocerse en esa escena. Y De Gaulle se fue quedando a solas con su Francia y sin sus franceses.

El final, más que dramático fue disparatado. El hombre que venció a Hitler y reinventó Francia, que la salvó de la guerra civil tras el putsch argelino, el hombre cuya V República dio forma a una nación moderna, fue derrocado, el 27 de abril de 1969 , por una trivial consulta sobre las administraciones regionales. Y en esa extraña paradoja vive también su grandeza.

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