El presidente de Turquía, Erdogan
El presidente de Turquía, Erdogan - REUTERS

En busca del califato perdido

El referendo que este domingo celebra Turquía pone de manifiesto muchas singularidades

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El referendo que hoy celebra Turquía pone de manifiesto muchas singularidades. En cualquier democracia, incluso en cualquier sistema político, sus actores principales aspiran a acumular poder. Generalmente el máximo posible. En el caso que nos ocupa es al revés. El cambio más relevante que se somete hoy a la consideración de los turcos es convertir la República en presidencialista. Pero de un presidencialismo omnímodo y de poderes absolutos. Cambio que se hace a costa del cargo de primer ministro, que era donde hasta ahora residían la mayoría de los poderes. ¿Y qué opina la víctima del cambio, el primer ministro Binali Yildirim? Apoya su desposesión política con un entusiasmo estupefaciente. La duda es si lo hace por convicción política o por astucia: sabe que oponerse a la voluntad de Recep Tayip Erdogan puede costarle muy caro.

La cuestión es cuál es el objetivo último de Erdogan. Una voz autorizada, la del presidente del Middle East Forum, Daniel Pipes, opina («The other Islamic State: Erdogan’s vision for Turkey» WSJ, 14-4-2017) que Erdogan tiene dos objetivos. El primero, conocido de todos desde hace lustros, es acabar con las reformas occidentalizadoras que puso en práctica Kemal Ataturk. La forma de hacerlo sería restaurando las formas islámicas del Imperio Otomano. Y la segunda, menos evidente hasta ahora, es atribuirse el histórico cargo de califa, una función ya reivindicada por Abu Bakr al-Bagdadi el 29 de junio de 2014 desde las filas del mal llamado «Estado Islámico». Para Erdogan esta autodesignación le permitiría intentar presentarse una vez más como el mal menor para Occidente. Ya hay una reivindicación del califato por parte del Daesh. Qué preferimos, ¿ese califato o el del presidente todopoderoso de un país miembro de la OTAN? Así entran los zorros en el gallinero.

Si Erdogan se ve respaldado hoy en las urnas, o si puede presentar un resultado convincente ante el mundo al margen de lo que sus compatriotas de verdad hayan dicho, las posibilidades de poner esta idea del califato en marcha tienen ya fechas posibles. Según el calendario islámico, Ataturk abolió el califato el 10 de marzo de 1921. ¿Cabe imaginar mejor manera para Erdogan de conmemorar lo que él considera un agravio al Islam que restaurar esa institución y declararse a sí mismo califa de todos los musulmanes dentro de cuatro años en el centenario de la abolición?

El referendo de hoy en realidad es sólo una forma de confirmar formalmente una realidad asentada desde hace tiempo: todos los poderes que la nueva constitución otorgaría al presidente son ya detentados en la práctica por Erdogan, como prueba la actitud del primer ministro saliente. Y él busca un refrendo mediante una reforma de la Carta Magna que es una violación de un principio democrático básico: las constituciones, para ser verdaderamente democráticas, deben ser el fruto de un amplio consenso multipartidista. Exactamente lo contrario de lo que vemos hoy en Turquía. Pero eso son minucias para Recep Tayip Erdogan. Después de todo, él ya demostró la visión que tiene de su destino cuando se instaló en un palacio de más de 1.000 habitaciones. Una visión califal.

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