Gran Mezquita de París, en la jornada de oración del viernes
Gran Mezquita de París, en la jornada de oración del viernes - EFE

«Son bárbaros, no son musulmanes»

A las puertas de la Gran Mezquita los fieles solo reprochan al Gobierno no haber sido más duro con los asesinos

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Raqqa está siendo «implacablemente» (la expresión es de Hollande) bombardeada por la aviación francesa. En la ciudad siria se asienta el cuartel general del EI. Raqqa es también, paradójicamente, zona hegemónica de los islamistas franceses que viajaron a Siria para enrolarse en la construcción del «califato». Tomo en la prensa francesa de hoy el testimonio de una de las muchas refugiadas sirias que han ido llegando a Francia en estos meses. Musulmana, huida de un islam, el de los salafistas, en el cual ninguna posibilidad tendrían de sobrevivir ni ella ni su familia.

La paradoja hiere en sus palabras: allá abajo, en el lugar mismo en que caen las bombas francesas, el terror extremo habla la lengua del islamismo francés.

«La segunda lengua, después del árabe, en Raqqa es el francés. Y hasta los anuncios de las tiendas están en árabe y francés. Para Estado Islámico, esos franceses son un escaparate para suscitar vocaciones en Europa. Y eso hace que todo les esté permitido: viven como pachás a costa de la población, roban, saquean, se apropian de nuestras casas, instalan en ellas a sus familias, se les otorgan esclavas. En las calles de Raqqa, el Daesh siembra el terror y los franceses y los europeos son, con frecuencia, los peores. Golpean, amenazan a las mujeres si su rostro no está correctamente oculto por el niqab o si tienen la desdicha de que sus tacones hagan ruido. Es absurdo, pero el ruido de los tacones de una mujer se considera un pecado».

«¿Qué quiere usted que le diga? Nuestros hijos, los jóvenes musulmanes, estaban en ese concierto, igual que otros chavales de su edad. Matan a nuestros hijos
Musulmán en la Gran Mezquita

Ante la Gran Mezquita de París, bello edificio de los años veinte junto al «Jardin des Plantes», converso con uno de esos musulmanes cultos que ven la integración total dentro del sistema de libertades de la República el único horizonte del islam francés. M. S. ha controlado, hace un momento, con dificultad su malestar cuando alguien le preguntó por los asesinatos de la semana pasada en Bataclan. «¿Qué quiere usted que le diga? Nuestros hijos, los jóvenes musulmanes, estaban en ese concierto, igual que otros chavales de su edad. Matan a nuestros hijos. Exactamente igual que matan a los hijos de los judíos o de los cristianos. Son enfermos mentales… No han aprendido más que a matar».

M. S. nació lejos de aquí, pero hace muchos años que su nacionalidad es francesa. Y cuando dice «nosotros», añade siempre «los franceses», para que no exista equívoco. Los «otros» son esos a los cuales no se refiere casi nunca por su nombre de salafistas o yihadistas, sino como «los bárbaros». Es también, en efecto, la expresión más usada por el rector de esta Gran Mezquita para referirse a los hijos descarriados de su comunidad: los bárbaros. «Somos todos nosotros, los musulmanes de Francia, las víctimas de esa barbarie de gentes que se dicen musulmanas pero que deberían ser llamadas bárbaros», declaraba Dalil Boubakeur al periódico católico «La Croix», inmediatamente después de los atentados.

Le recuerdo esas palabras a M. S., en este viernes frío de noviembre en el cual la autoridad civil ha tenido que suspender la concentración contra el terrorismo que el rector de la Mezquita había convocada para después de la gran oración. Las condiciones de seguridad no podían ser garantizadas. Todo el mundo lo ha entendido. Y, finalmente, la manifestación unitaria quedará para el viernes 27 en la gran explanada de los Inválidos.

Para llegar hasta la puerta de la Mezquita, he tenido que pasar un cordón policial cortés, pero muy firme. Identificarme con documento de identidad y carné de prensa, ser cacheado metódicamente... «Nada más que hasta la puerta», me recuerda el gendarme. «A partir de ahí, sólo pueden entrar los fieles, cuya identificación corre a cargo de la autoridad religiosa».

Mano dura

Pero esos fieles desean hablar. No hay más que acercarse a la vetada puerta para que ellos vengan a dejar constancia de su propio desasosiego. «Olvidan ustedes», sigue diciéndome M. S., que los crímenes del Daesh se han cometido, en un porcentaje aplastantemente mayoritario, sobre musulmanes. Tanto en Siria e Irak como en Europa. Somos nosotros los primeros interesados en que esa gente sea aniquilada». «¿Reprochan ustedes algo al gobierno francés en su comportamiento?» «No, nada…» Vacila un momento, luego se decide a acabar la frase. «…Sólo el no haber sido lo bastante duro con esa banda de asesinos. Hay que tratarlos con mano de hierro. Nosotros los conocemos bien. Si creen ver debilidad en la respuesta, golpearán con más fuerza. A todos». «¿Se sienten ustedes amalgamados por sus vecinos no musulmanes con esos jóvenes yihadistas». «No. No, en general. Pero, si esto sigue, el riesgo existe. Nosotros, los franceses, tenemos que acabar con esa gente. O, si no, serán ellos los que acaben con nosotros». En su voz se percibe el malestar de todos los musulmanes conservadores y razonablemente insertos en Francia.

«¿No acabarán las mezquitas clandestinas de los salafistas por absorber completamente a los jóvenes musulmanes de Francia?» «No completamente, no. Pero el problema que usted plantea es muy grave. Jóvenes sin formación, sin futuro, criados entre tráfico de drogas y atracos a mano armada, ven en esa promesa de convertirlos en caudillos y llevar una vida de héroe el paraíso en la Tierra. Y, después, el otro. Es una visión bárbara –repite– de la religión. Que acabará con la libertad de todos».

Un concepción bárbara… Recuerdo las palabras de la fugitiva musulmana siria que leí esta mañana en Le Figaro: «¿Qué hará Francia con esos hijos que le han crecido cortando cabezas en el nombre de Alá?»

Hombres y mujeres de edad avanzada van entrando en la Mezquita. Algunos exhiben, como un echarpe, la bandera francesa.

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