Un inmigrante en el campo de Idomeni, en Grecia EFE

Por qué el acuerdo de la UE y Turquía sobre los refugiados no será la solución

El arreglo esbozado entre los Veintiocho y Ankara choca con las normas internacionales de asilo y con la enorme dificultad de gestionar el intercambio de refugiados que contempla

Madrid Actualizado: Guardar
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Los intentos de la Unión Europea por concretar un acuerdo con Turquía para compartir la carga de la crisis de los refugiados afrontan un obstáculo más: el derecho internacional. Han sido muchas las voces que han denunciado que los puntos fundamentales del entendimiento forjado en la cumbre UE-Turquía del pasado 7 de marzo atentan contra las normas internacionales que reconocen y regulan el derecho de asilo.

El preacuerdo ya suscitó un sonoro revuelo en la Eurocámara, donde ni siquiera los grupos parlamentarios popular y socialdemócrata, mayoritarios y habitualmente más favorables a validar las decisiones adoptadas por los gobiernos, se prestaron a respaldarlo abiertamente. Los grupos minoritarios lo rechazaron de plano por dar carta de naturaleza a la violación de los derechos de los refugiados y porque lo interpretan como una muestra intolerable de sumisión europea al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan.

Mientras, los asesores trabajan contrarreloj para que el acuerdo final que deberá adoptarse en la cita bilateral del próximo día 17 pase el filtro de los juristas. Pero, por lo que ha trascendido del mismo, es muy dudoso que vaya a hacerlo. Fuentes diplomáticas consultadas por ABC señalan al respecto que es muy significativo el silencio de los servicios jurídicos de la Comisión, que contrasta con los mensajes con que sus portavoces aseguran que la solución acordada se ajusta a derecho.

El caso es que hay contradicciones evidentes. La Carta de Derechos Fundamentales de la UE prohíbe explícitamente las expulsiones colectivas y justo eso es lo que se proponen hacer los Veintiocho, expulsar a territorio turco a los migrantes que lleguen a través de Grecia. Esta flagrante violación de las propias normas europeas alimenta interrogantes como el que el pasado jueves lanzó Johanna Mikl-Leitner, ministra austriaca de Interior: «Me pregunto si realmente aún tenemos respeto por nosotros mismos y nuestros valores».

La ministra austriaca de Interior: «Me pregunto si aún tenemos respeto por nuestros valores»

Tampoco está claro cómo podría llevarse a la práctica un plan del que Carlos de las Heras, responsable de campañas sobre derechos humanos de Amnistía Internacional en España, dice que es «todavía muy etéreo». De esa falta de concreción nacen dudas adicionales. En 2015 más de un millón de personas cruzaron el Mediterráneo para llegar a suelo europeo y Turquía alberga más refugiados que ningún otro país en el mundo, dos millones y medio, una cifra que la violencia en Siria y otras zonas de Oriente Próximo no deja de engordar. Así que las dificultades logísticas y burocráticas del transporte masivo de personas que requeriría el intercambio pactado con Ankara se antojan insuperables. Más si se tiene en cuenta que en un país como Suecia, un procedimiento con todas las garantías suele tardar al menos once meses y que Alemania solo pudo ejecutar algo más de 20.000 expulsiones en todo el año.

El segundo gran escollo estriba en el reconocimiento de Turquía como «país seguro» que los Veintiocho discuten para rematar el acuerdo. La Convención de Ginebra de 1951, que consagró por primera vez el derecho de asilo y refugio, establece que «ningún estado podrá, por expulsión o devolución, poner en modo alguno a un refugiado en las fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, o de sus opiniones políticas».

«No es fácil echar a toda esta gente», advierte un activista alemán

Organismos internacionales como Acnur han reconocido el gran esfuerzo del estado turco en la acogida. Sin embargo, hay también numerosas denuncias de abusos sufridos por refugiados y demandantes de asilo, sobre todo en el campo de Duziçi y en el centro de expulsión de Erzurum. Un extenso informe de Amnistía Internacional del pasado diciembre recogió que estas instalaciones funcionan de facto como cárceles en las que a los internos se les priva de todo contacto con el exterior y no se les informa de la suerte que correrán, que en algunos casos fue la de ser repatriados forzosamente a Siria, el mismo país devastado por la guerra del que huyen. El informe reportó asimismo casos de violencia física y psicológica contra los refugiados y la falta de escolarización de la mayoría de los menores. Por todo ello, sus autores concluyeron que «las autoridades turcas están deteniendo a parte de la población más vulnerable, niños incluidos, de un modo más semejante al secuestro que a un centro de detención legal», un relato difícil de encajar con el perfil de un «país seguro».

A esto se suma la reciente intervención gubernamental de un periódico crítico con el poder. Este episodio ha dado alas a quienes advierten de que Erdogan empuja a Turquía por una pendiente autoritaria incompatible con el ideal europeo y se rasgan las vestiduras porque su colaboración con los refugiados vaya a reactivar el proceso de adhesión a la UE, que llevaba años en el congelador.

En definitiva, son muchas las razones para dudar de que el acuerdo vaya a ser una solución ni legal ni posible. Porque, como concluye Karl Kroop, de la ONG alemana Pro Asyl, «no es tan fácil echar a toda esta gente; por razones técnicas y humanitarias, tienen derecho a quedarse».

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