El siniestro informe donde Enrique VIII detallaba cómo debían cortarle la cabeza a su esposa Ana Bolena

La Reina de Inglaterra fue condenada «por adulterio y alta traición» bajo la acusación de haber mantenido relaciones sexuales con varios hombres de la corte en un juicio amñanado bajo torturas

Ilustración de 'Observer of Sunday' sobre la decapitación de Ana Bolena

Israel Viana

En noviembre de 2018, la especialista en la dinastía Tudor Tracy Borman publicaba una nueva biografía de Enrique VIII (1491-1547) en la que intentaba mostrar su cara más amable y humana. La historiadora basó su investigación en los documentos relativos a personajes de la corte que se habían relacionado con el Rey de Inglaterra y a cuyos testimonios no se había prestado mucha atención antes. Por ejemplo, los de sus barberos, médicos y bufones, que retrataban a un hombre «vulnerable, inseguro y leal», según explicó a ‘The Guardian’ .

Borman los encontró entre los fondos de los Archivos Nacionales y la Biblioteca Británica, así como de varias colecciones privadas. Había cartas del bufón William Somer, quien tenía una buenísima opinión del gobernante por los cuidados y el cariño que le profesó toda su vida. También de su médico, William Butts, a quien trató como a un gran confidente a pesar de las críticas del resto de la corte sobre el trato preferente que recibía. Sin embargo, dos años después, en octubre, la historiadora estaba visitando los Archivos Nacionales para estudiar los documentos del juicio de una de sus esposas, Ana Bolena , cuando el archivero Sean Cunningham le llamó la atención sobre un pasaje que había descubierto en uno de los libros del monarca inglés.

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Se trataba de nada menos que las órdenes que había dejado escritas de dónde y cómo quería que fuera ejecutada la Reina con la que había contraído matrimonio tres años antes. Un pasaje que había pasado desapercibido hasta ese momento entre las páginas de un libro de disposiciones reales del siglo XVI y que estipulaba que su mujer «había sido condenada a muerte por quemadura de fuego o decapitación». Sin embargo, luego especificaba que, «movido por la compasión», quería evitarle un final tan doloroso y ordenaba que lo mejor era que «la cabeza de la misma Ana sea cortada».

Este documento refuerza la imagen de monstruo patológico con la que se le ha asociado habitualmente. Un Rey que actuaba con sangre fría y premeditación a la hora actuar contra cada una de las seis esposas que tuvo. En el caso de Ana Bolena, la más famosa y desdichada de todas, fue condenada «por adulterio y alta traición» bajo la acusación de haber mantenido relaciones sexuales con varios hombres de la corte, incluido su propio hermano. Una sentencia que no se sostenía por ningún sitio, porque todos los implicados negaron los cargos a pesar de la presión a la que fueron sometidos por la camarilla del monarca.

Confesión bajo torturas

Solo uno de los supuestos amantes de la Reina –uno de los músicos a su servicio, Mark Smeaton– terminó reconociendo que había mantenido relaciones sexuales con ella, pero la mayoría de historiadores sostienen que al confesión fue arrancada bajo tortura. Para Enrique VIII fue suficiente e hizo para que fuera condenada junto al resto de acusados. Nadie duda hoy de que el juicio fue una artimaña organizada por el Rey con el objetivo de deshacerse de su mujer, tal y como había hecho con su primera esposa, Catalina de Aragón. La razón fue, por un lado, que ninguna de ellas había conseguido darle hijos varones que le sucedieran en el trono y, por otro, que ya tenía una sucesora con la que contraer matrimonio: Jane Seymour. Ana Bolena tuvo la mala suerte de dar a luz a una niña y eso le valió una condena a muerte. Una hija acabó que, dicho sea de paso, se convirtió en una de las reinas inglesas más recordadas de la historia: Isabel I .

Ana Bolena, en la Torre de Londres, a la espera de su ejecución, por Edward Cibot (1835)

El divorcio con Catalina de Aragón le valió a Enrique VII la ruptura con la Iglesia católica. Gracias a ello, el Rey se convirtió de facto en la cabeza visible de la anglicana. La Reina, por lo menos, conservó su vida, algo que no consiguió Ana Bolena. Es difícil hacerse a la idea de lo chocante que fue ver a una Reina decapitada, pero así ocurrió el 19 de mayo de 1536, en Londres, tan solo tres días después de haber sido detenida y sometida a un juicio urgente.

El monarca se obsesionó entonces en que se siguieran sus instrucciones al pie de la letra. Debía ser decapitada y no quemada en la hoguera para que sufriera menos. Además, se le debía cortar la cabeza tal y como él ordenó, hasta el punto de enviar al condestable de la Torre, Sir William Kingston , a Francia para contratar a un espadachín que hiciera las veces de verdugo. La decisión tenía cierto sentido dentro de esa extraña piedad suya si tenemos en cuenta que las decapitaciones solían hacerse con un hacha. Esta solía requerir más de un golpe, lo que proporcionaba a la víctima una agonía terrible que Enrique VIII quiso evitar. A pesar de eso, para el Papa Pablo III el Rey seguía siendo «un tirano cruel y abominable», y para el embajador francés Charles de Marillac , «un codicioso al que todas las riquezas del mundo no le satisfacen».

Las últimas horas

Se desconocen las causas, pero en el último momento se cambió el lugar de la ejecución al patio del Edificio de Waterloo que hoy alberga las joyas de la corona de Inglaterra. Un día antes de su ejecución, Ana Bolena mandó llamar a Kingston para comunicarle que ella prefería morir por la mañana temprano para evitar el sufrimiento, en vez de al mediodía como se había establecido. «Le respondí que no sentiría mucho dolor, sino muy poco, y entonces me dijo poniendo sus manos alrededor del cuello y riendo a carcajadas: 'Oí que el verdugo es muy bueno y yo tengo un cuello fino’», contó el condestable. «He visto a muchos hombres y mujeres ejecutados. Todos han sentido un profundo dolor, pero hasta donde yo sé, esta dama siente alegría y placer ante la muerte», añadió después.

El día 19, cuando fueron a recogerla a su celda para ir al encuentro del verdugo, muchos de los testigos aseguraron que parecía estar serena y caminaba con mucho aplomo. Así describió la escena Sir William Kingston, encargado de organizarlo todo: «Cruzó el patio y el enorme portón detrás del cual la esperaba la multitud, pues su muerte causaba sensación. Ella mostró tal valentía y habló tan convincentemente en el patíbulo que esa multitud empezó a murmurar que era inocente».

Cuando empezó a subir las escaleras con la ayuda de Kingston, parecía que estaba alegre y hasta sonriendo. Algunas crónicas describen a Ana Bolena mirando hacia los lados como esperando el indulto, pero al final se dio cuenta de que este no iba a llegar y se dirigió a los presentes con las siguiente palabras: «No he venido aquí para acusar a nadie, solo rezo a Dios para que salve a mi rey soberano, que le dé mucho tiempo para reinar, pues es uno de los mejores príncipes en el mundo, quien siempre me trató tan bien que no podía ser mejor. Por lo tanto, me someto a la muerte con buena voluntad, pidiendo humildemente el perdón de todo el mundo».

Cuatro damas de honor la hacían compañía en todo momento, llorando sin parar. Fue una de ellas quien le quitó la capa de piel blanca que tenía en sus hombros. Vestía un traje negro con una enagua roja, este útlimo el color que simbolizaba el martirio de los católicos. Con ese gesto quiso subrayar por última vez su inocencia. Después le quitaron la capucha y ella misma se quitó el collar. Otra de las damas se encargó de vendarle los ojos. Por último, Ana Bolena se arrodilló y empezó a rezar mientras el verdugo blandió su espada y le cortó el cuello de un solo golpe. Las asistentas recogieron la cabeza por un lado y el cuerpo por otro y los envolvieron en una manta blanca.

Se cree que tenía alrededor de 35 años.

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