«No me cubras, supongo que serás rápido»: así eran los últimos minutos de los ejecutados con garrote vil

Los relatos en los periódicos informando de las últimos conversaciones entre reos y verdugos fueron ricos en detalles hasta bien entrado el siglo XX

Momentos antes de una ejecución por garrote vil, en 1900 ABC

Israel Viana

Bien entrado el siglo XX podían leerse en «La Voz» titulares como este de 1922: « Las ejecuciones de hoy ». Este ejemplo da buena cuenta de la asiduidad con la que en España se aplicaba la pena de muerte con el garrote vil . Un debate que está desde hace tiempo desterrado del debate político del país, pero que entonces era el pan nuestro de cada día. Un año después, por ejemplo, « El Sol » se hacía eco de «los reos ejecutados de Tarrasa»: «Ambos presos se negaron con tesón a recibir auxilios espirituales. A uno de ellos se le aconsejó que se despidiera de su madre y contestó: “No tengo, murió en 1913”. Entonces le dijeron que lo hiciera de su hermano y el resto de su familia. “No, ya se enteraran de mi muerte por los periódicos».

Y, efectivamente, lo hicieron, porque la prensa cubría todas y cada una de las ejecuciones que se producían en España en el siglo XIX y XX. Levantaban tanta expectación que los redactores eran invitados a presenciar el «espectáculo» o se arremolinaban en el exterior de la prisión para preguntar por los pormenores: las últimas palabras de los reos, sus últimos deseos, la reacción de los familiares, la actitud del verdugo y hasta si la muerte se producía no todo lo rápido que se esperaba. Así ocurrió, por lo menos, desde que este artilugio medieval fuera establecido por Fernando VII como método de ejecución legal.

[ Chinchurreta: la «chapucera y horrorosa» ejecución de 1893 con garrote vil en pleno centro de Zaragoza ]

Esta conversación transcrita por « La Voz » se produjo en la Cárcel Modelo de Barcelona, el 8 de mayo de 1922, a las 12.30 horas:

—«¿Eres tú el verdugo?

—Sí, soy yo.

—Dame la mano. ¿Tienes hijos?

—Sí.

—Pues lo siento, porque lo pasarán mal. Toma esta naranja que me dio mi padre. Cómetela, pero trabaja bien. No me hagas sufrir».

Tuvo lugar segundos antes de que el ejecutor de la Audiencia de Burgos, Gregorio Mayoral (1861-1928), le rompiera el cuello y la columna a Victorio Sabater con su garrote vil. El reo había sido sentenciado a muerte por el asesinato de su patrono y el presidente del Consejo de Ministros, «aún compartiendo los sentimientos piadosos de la ciudad de Barcelona», no quiso concederle el indulto.

«Un reo animoso, casi sonriente»

«El Sol» contó también los últimos momentos de Sabater » contó también los últimos momentos de Sabater: «El reo viene muy animoso y casi sonriente. Le ofrecen el crucifijo y se niega a besarlo. “No tengo por qué arrepentirme. No soy un delincuente. Se me condena siendo inocente. ¡No me molesten más y terminen pronto! Voy a pedir una cosa: que me dejen fumar un cigarrillo”. Como no se accede a su petición, dice: “Pues entonces pediré que me dejen ver a mi padre”. Y tampoco se le concede, a lo que el director de la cárcel añade que “sería una dolorosa impresión para el hombre”. Entonces responde el condenado: “Tiene usted razón. Vamos pronto”».

La pena de muerte en España estuvo vigente hasta la Constitución de 1978 ABC

Los pormenores eran tan estremecedores y morbosos, que pocos periódicos se resistían a no describir las reacciones del condenado con la correa del garrote apretándole ya el cuello: «Cuando el verdugo comenzó a cubrirle la cabeza con un paño negro, este reaccionó: “No, hombre, no me cubras. Supongo que serás rápido”. El reo quedó muerto en ese momento. El verdugo cubrió el cadáver con el paño negro. El individuo tenía 21 años».

Algunos verdugos se convirtieron, incluso, en celebridades para los lectores. Y cuando fallecían, hasta les dedicaban extensas necrológicas en algunos diarios, tal y como ocurrió precisamente con Mayoral. «No es que yo, gracias a Dios, tuviese ninguna relación con el fallecido don Gregorio, sino que poseo algunos datos de su vida triste y oscura, y quizá resulten interesantes al lector si consigo desprender de ellos el mal gusto propio del tema, para no herir su sensibilidad», se justificaba el periodista firmante de «La Voz», el 31 de octubre de 1928 , durante la dictadura de Primo de Rivera.

El «abuelo» ejecutor

Conocido como «el abuelo» por su larga carrera, este verdugo había acabado con la vida de 47 presos hasta la muerte de Sabater, algunos de ellos tan célebres como Michele Angiolillo, asesino de Cánovas del Castillo . Tenía entonces 61 años y era «rechoncho, gordo de cara y de pelo canoso», podía leerse en el diario. Había llegado a la Ciudad Condal aquella mañana de mayo de 1922 con sus herramientas: un maletín enorme dividido en compartimentos repletos de hierros, trapos empapados en aceite o grasa y la llave inglesa que utilizada para ajustarlos al gaznate.

Juan Aldije fue ejecutado por garrote vil el 30 de octubre de 1906 JUAN BARRERA

Ese día, siempre según el relato de las principales cabeceras, le tocaba el turno también a otros dos desdichados. Por un lado, al compañero de crimen de Sabater, Martín Martí, al que permitieron casarse minutos antes de morir: «Agradeció las atenciones a su abogado con gran palidez. Se sentó, cerró las ojos y, tras despedirse del director de la cárcel, dejó de existir». Y, por otro, Alfonso Altimira, que poco tiempo antes había asesinado a su madre: «Le presentaron el crucifijo y, tras besarlo repetidas veces, comentó: “Que hagan de mí lo que quieran, pero deprisa”. El verdugo dio tres vueltas al torno y Altimira se contrajo trágicamente. Después se acercaron los forenses y comprobaron su muerte».

En los periódicos también se podían conocer detalles sobre la pericia de los ejecutores del Ministerio de Justicia, incluida la manera en que interactuaban con los reos en el patíbulo. Se decía que Gregorio Mayoral acababa sus ejecuciones con la expresión de «con la música a otra parte». En una entrevista que le concedió al cronista José Samperio, él mismo verdugo declaró que su garrote no hacía «ni un pellizco, ni un rasguño, ni nada. Es casi instantáneo, tres cuartos de vuelta y en dos segundos...». Y es que era tan concienzudo con su profesión, que se dedicó durante años a introducir variantes en sus herramientas. Estaba disgustado porque la muerte con este método no se produjera de manera instantánea por la fractura del cuello, sino por estrangulamiento. Y en ocasiones, la agonía podía durar hasta 20 minutos.

«Ni un felino con vida»

Según la revista « Vida Penitenciaria », Gregorio Mayoral llegó a pedirle a su alcalde que le cediera todos los perros vagabundos recogidos en Burgos para practicar las innovaciones de su máquina de matar. «Como la demanda no fué atendida y estaba decidido a que su corbata funcionase con la mayor perfección y suavidad —contaba la publicación—, tuvo la luminosa idea de practicar las pruebas con gatos. A tal efecto, no dejó un felino con vida en todo su vecindario».

Un garrote vil ROCÍO RUZ

Hubo otros muchos artículos que explicaban cómo se enfrentaban los reos al garrote vil. El 8 de mayo de 1924, por ejemplo, les tocó el turno a los tres condenados por el famoso crimen del expreso de Andalucía, donde dos ambulantes de Correos aparecieron muertos en uno de los vagones. Uno de los encargados de acabar con el reo fue esta vez el verdugo de la Audiencia de Madrid, Casimiro Municio Aldea, que años después reconoció que tenía que beber para poder realizar su trabajo y pidió su cese: «Estoy arruinado físicamente. Soy un desgraciado. Un miserable que mata para vivir. Siempre que trabajo me da el Estado cincuenta duros que me gasto en medicinas, porque caigo siempre enfermo después».

Con todo tipo de datos, « La Correspondencia de España » le dedicó nada menos que cuatro páginas a los últimos instantes de vida de Honorio Sánchez, Francisco Piqueras y Sánchez Navarrete. «Honorio marcha por su propio pie al patíbulo, a impulsos de un último movimiento de energía. Dice que muere inocente y pide que velen por su hijo. Su última frase antes de que se produzca la ejecución es: “Esto no aprieta” [...]. Piqueras pide que le sea entregado un retrato de su madre y, cuando lo tiene en su poder, lo besa y pide que le sea entregado a la mujer que le dio la vida. La sentencia fue ejecutada rápidamente, después de unos momentos terribles en los que el verdugo tuvo que ordenar las ropas que vestía el reo, porque le impedían la ejecución. Piqueras dijo entonces que se había equivocado en la vida y que prefería la muerte al indulto, si esta servía de ejemplo a la sociedad. “Ahora lo importante es que me hagan morir bien”, añadió. [...] La única frase de Navarrete fue dirigida al verdugo, al que le pidió que no le hiciera daño».

El mismo periódico despedía el artículo asegurando que «todos los que presenciaron el terrible acto (periodistas, militares, sacerdotes, etcétera) coincidían en afirmar que la impresión sufrida era horrenda e indescriptible, ni siquiera comparable a las situaciones más trágicas de la vida, incluidas las operaciones de guerra». Y aún así, los periodistas no cejaron en su empeño de contar las ejecuciones. Hasta seguían a los verdugos por las diferentes ciudades de España cuando estos se desplazaban para trabajar. Podías leer lo que había ocurrido la noche anterior, las visitas de los familiares, las despedidas, el paseo hasta el cadalso, las últimas palabras, los últimos deseos de los presos, la agonía, las reacciones de los presentes y hasta lo que se cobraba por el trabajo: «Por una ejecución, 50 pesetas; por gastos de viaje, 40; por dietas, 17, y por transporte de aparatos, 15. Total, 124 pesetas», informaba « El Imparcial ».

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