Armas químicas, los macabros «gases de la muerte» que causaban pavor en la IGM

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No han pasado ni 48 horas desde que el primer ministro de Francia, Manuel Valls, informó a sus compatriotas de que existe riesgo de que su país sea atacado con armas químicas y bacteriológicas. Un peligro que ha nacido después de los atentados que, el pasado 13 de noviembre, se llevaron consigo la vida de 129 personas en las calles de París y la sala Bataclan. El presunto ataque, que sería desastroso para el país, supone un triste regreso a la Primera Guerra Mundial, época en la que se inventaron este tipo de gases para lograr expulsar a los enemigos de sus posiciones defensivas sin perder una ingente cantidad de soldados en el proceso. Bien lo saben los galos, pues fueron los primeros en utilizarlas en aquella contienda.

Corrían por entonces los primeros años del S.XX, una época llena de controversia pues, en julio de 1914, había comenzado la que en un futuro no muy lejano sería conocida como la  Primera Guerra Mundial. Iniciada debido al asesinato de un miembro de la familia real para unos y por intereses políticos para otros, lo cierto es que la contienda enfrentó a los grandes imperios de entonces. Eran, en definitiva, tiempos de sangre, de fusil y, sobre todo, de la llamada « guerra de trincheras» (un tipo de combate estático que consistía en pasar semanas o incluso meses en una fortificación excavada en el suelo desde la que se defendía la posición del enemigo).

Con la llegada de esta forma de combatir, las armas convencionales disminuyeron drásticamente su efectividad. Y es que, las trincheras protegían sin dificultad a los soldados enemigos de los fusilazos, de los cañonazos y –por descontado- de los machetazos enemigos. A su vez, la escasez de municiones hacía que los soldados tuvieran serias dificultades para tomar una posición enemiga. Las líneas de batalla, por lo tanto, apenas se movían, lo que provocaba que la vida en estas fortalezas en la tierra se prolongara, en ocasiones, meses y meses. Esto, unido a la falta de higiene y a la humedad, ocasionaba la muerte de miles de soldados sin haber ni siquiera combatido contra el enemigo.

Todo ello provocó que los diferentes países iniciaran una carrera para descubrir un arma definitiva que les permitiera expulsar –con las menores bofetadas posibles- a los enemigos de sus posiciones defensivas. Una tarea difícil que, tras mucho investigar, lograron los galos. «Francia fue el primer país que utilizó sustancias químicas durante la Primera Guerra Mundial. De hecho, en 1912, Francia ya empleaba bromoacetato de etilo –una sustancia con actividad lacrimógena- como agente antidisturbios en el ámbito civil. (…) De cualquier modo, será en agosto de 1914 cuando el uso del bromoacetato de etilo se trasladará al escenario militar para forzar a las tropas alemanas a salir de sus búnkeres», afirma René Pita en su obra « Armas químicas: la ciencia en manos del mal».

Tras este «milagro» de la guerra moderna, se inició una espectacular evolución de los gases, aunque, a partir de entonces, la finalidad que se buscaba era matar con él al enemigo, y no aturdirlo. El siguiente gran paso se dio en 1915, año en que se empezó a utilizar el cloro como principal agente en la guerra con gas. Una vez liberado, y si era respirado, este elemento químico provocaba que los pulmones de los soldados se llenaran de líquido y, en los perores casos, fallecieran.

Sin embargo, la revolución de los gases de la muerte llegó apenas dos años después, en 1917. Esta fue la fecha fatídica en la que un alemán creó el mortífero  gas mostaza, un arma que acababa con la vida de la víctima cuando era inhalada y que, además, causaba graves lesiones si tocaba la piel de los soldados. «El gas mostaza es sumamente peligroso y el contacto o la exposición a él (…) pueden causar quemaduras graves en los ojos, daños oculares permanentes, quemaduras graves en la piel o ampollas. (…) Si se inhala puede irritar los pulmones causando tos o falta de aire. A niveles más altos (…) puede causar acumulación de líquido en los pulmones (…) una emergencia médica grave», afirma el « Departamento de salud y servicios de New Jersey».

El primer ataque con gas

Con todo, años antes de la creación del rey de los gases (el mostaza) se desarrolló en Europa el primer ataque químico de la historia. Este se produjo el 22 de abril de 1915 en las cercanías de la ciudad de Ypres (ubicada al noroeste de Bélgica). Por entonces, los alemanes estaban ya hasta el casco de no doblegar a los gabachos y, en un intento de obligarles a abandonar sus trincheras, decidieron utilizar esta nueva y macabra sorpresa contra ellos.

Así pues, esperaron hasta la noche y, cuando el viento sopló en dirección a las posiciones francesas, lanzaron todas sus reservas de cloro contra los galos. «Esa noche, en cinco minutos los alemanes descargaron 168 toneladas de cloro, procedentes de 4.000 cilindros, contra dos divisiones francesas. (…) El efecto del gas fue devastador (…) centenares de hombres entraron en coma o quedaron moribundos (…) las tropas huyeron, dejando una brecha en la línea aliada. (…) Los alemanes tomaron dos mil prisioneros y se apoderaron de 51 piezas de artillería», afirma Martin Gilbert en su libro « La Primera Guerra Mundial». Las muertes que llegó a causar este agente son inciertas, aunque se habla de un número superior a 5.000.

En ese primer ataque los alemanes observaron de primera mano lo útiles que eran los gases, con lo que empezaron a producirlo y a utilizarlo a manos llenas contra sus enemigos. Malas noticias para los aliados, quienes carecían de un método concreto para luchar contra la guerra química. De hecho, la única solución que encontraron los mandos para evitar que sus soldados murieran por la inhalación de una sustancia química fue repartir máscaras antigás, las cuales no eran muy útiles debido a que no podían llevarse constantemente puestas. Así pues, no era raro que el enemigo atacara por sorpresa con elementos químicos y los militares murieran antes de poder ponerse la protección.

Las babosas, una idea revolucionaria

Entre muertes y gases andaba la contienda cuando un científico polaco llamado  Paul Bartsch decidió tomar cartas en el asunto y utilizar sus investigaciones para idear una nueva forma de combatir la guerra química. Al ser naturalista, centró sus estudios en los animales, y más concretamente en una idea: hallar algún ser vivo que, al igual que los canarios en las minas, reaccionara antes que el ser humano de alguna forma visible al contacto con las armas químicas y, de esta forma, avisara de su presencia.

Sin embargo, un día halló sin pretenderlo y de la forma más curiosa posible la solución. Concretamente -y según afirma el reputado instituto Smithsonian en unos archivos hechos públicos hace varios meses- una tarde se encontraba Bartsch haciendo una serie de experimentos con varias babosas comunesdel tipo «limax maximus» cuando observó que se habían escapado. Tras varios minutos buscándolas, se percató de que se encontraban cerca del cuarto de calderas de su hogar y que habían reaccionado negativamente ante las pequeñas cantidades de humo que salían despedidas del lugar, una dosis imposible de percibir para los humanos.

La solución estaba frente a él. Y es que, si reaccionaban de la misma forma ante las armas químicas creadas por los alemanes, habría encontrado la forma perfecta de prever un ataque químico. Sabedor de que decenas y decenas de soldados morían todos los días por el efecto del gas mostaza, inició los experimentos que corroborarían o desecharían su nueva idea.

Para suerte de los soldados de la época, las investigaciones de Bartsch resultaron positivas. Concretamente, el naturalista averiguó que, mientras que los seres humanos son capaces de detectar una parte de gas mostaza en cuatro millones de partes de aire (lo que dejaba a los soldados un tiempo ínfimo para ponerse las máscaras de gas) las babosas podían percibir una partícula de esta arma química entre doce millones de partes de aire. Dicha característica hacía que estos animales pudieran «oler» el peligro antes que los militares y avisarles con sus reacciones de que la muerte se acercaba a ellos transportada por el aire. Sin duda, toda una revolución para la época.

Tras algunas pruebas finales, Bartsch expuso sus conclusiones al gobierno de los Estados Unidos afirmando que las babosas podrían salvar cientos de vidas en batalla. Al parecer, su propuesta fue aceptada pues, durante varios meses, los soldados americanos llevaron como parte de su equipo una caja con varias «limax maximus», una solución barata y convencional pero que, entre tiro y tiro, podía hacer que vivieran para combatir un día más por su país.

Este reportaje fue publicado en 2014 en ABC bajo el titular « Babosas, el arma definitiva contra la guerra química en la IGM»

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